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Roy Cody es alto y duro, y trabaja para la escueta banda de un matón, el polaco Stan Ptiko. Roy no sabe que es el último día en su trabajo. El jefe ha decidido enviar a sus esbirros para que lo liquiden. Roy ha estado enamorado de varias mujeres pero hay una, Carmen, que le ha traído algunos problemas. Carmen está ahora en pareja con el polaco y Roy siente una profunda envidia por Stan, quien no sólo se acuesta con Carmen sino que está sano, como todos los miembros del grupo. Roy acaba de recibir la noticia de que tiene cáncer.
La última orden de Stan es que acuda a una casa a cumplir con una misión. Stan le ha pedido que vaya sin armas, pero Roy no cumple la orden. Él y un compañero ingresan en secreto. En la casa se produce una masacre, pero Roy sale ileso. Entre los sobrevivientes hay una mujer; se llama Raquel pero le dicen Rocky.
Roy huye en su camioneta con Rocky, esa mujer hermosa, baja y rubia que le habla durante el viaje improvisado por las rutas desérticas y amenazantes. Las conversaciones son curiosas: van desde la historia mínima de cada uno hasta el pedido de Rocky de que sigan juntos. Aunque Rocky es voluptuosa y seductora, Roy no quiere acostarse con ella. Quizás por la noticia de su enfermedad, quizás porque está falto de casi todo lo que tenía hasta ese momento (trabajo y mujer), Roy siente la pérdida de sentido como una marca insoslayable y vacila entre abandonar a Rocky en la ruta y acompañarla hasta el fin. Como si algo le hubiera carcomido el corazón, se apiada de ella. Y en un tramo del viaje, Rocky le pide que pasen por su casa. Roy acepta y estaciona su camioneta. Escucha, desde lejos, un estallido. Al rato, Rocky trae una niña en brazos. Se llama Tiffany. Las dos, agitadas, suben al vehículo y huyen junto a Roy.
A partir de este momento, la novela se convierte en una carrera existencial. Roy sospecha que Rocky ha matado al padrastro y que huye de un asesinato a sangre fría. Roy y Rocky son fugitivos y perdedores. Ambos han sido abandonados y han cometido un crimen. Aunque Roy es un matón con un pasado de fuego y ella una joven prostituta con una historia de abandono y desolación, tienen suficientes puntos en común como para quedarse juntos.
La novela de Pizzolatto está narrada por la voz febril y lírica de Roy Cody. No es un hecho menor, ya que el tono de Cody imbuye la prosa de dinamismo y poder de complicidad. El lector escucha la voz desencantada, íntima y pesimista de Roy como una música sentenciosa y, a la vez, asiste al proceso de descomposición de esas vidas rutinarias y perdidas.
En Galveston se hace cada vez más cierto el apotegma de Scott Fitzgerald: toda vida es un proceso de demolición. Como si fuera una road movie hecha de escepticismo y horror, Pizzolatto narra la historia de tres fugitivos al mejor estilo del cine clásico (Jungla en el asfalto, Costa de malditos) y lo hace con una voz poética y violenta que no escatima la mirada honesta y cruda sobre el mundo de las prostitutas y los matones. Pero esa perspectiva no desestima los sentimientos de compasión y solidaridad, como si en medio de las vidas deshechas pudiera anidar una pizca de humanidad; como si en el vacío hubiera un resquicio para la extraña ocurrencia del amor.
Nic Pizzolatto, Galveston, traducción de Mauricio Bach Juncadella, Salamandra, 2014, 288 págs.
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