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Las hijas a las que refiere el título de esta novela de Lucy Fricke, la primera que se edita en español de la autora alemana formada en la Universidad de Leipzig y fundadora del festival literario HAM.LIT, del que es curadora, son Betty y Martha, dos mujeres en el filo de los cuarenta. Enmarañadas en una serie de contratiempos en su mayoría emocionales, Martha enfrenta su anteúltimo intento de quedar embarazada luego de varios tratamientos asistidos sin fortuna, y Betty…, bueno, a Betty la encontramos por ahí. Aunque trivial o inapelable, en Hijas la cuestión de la edad no resulta ociosa para nada. Que las protagonistas, amigas entrañables, transiten el limbo de la medianía —“la propia historia hace implosión y el Yo que me había construido a mí misma se desmoronaba”, dice Betty, la narradora— las hace ser este par de personajes, demasiado conscientes como para ilusionarse pero, hipotéticamente, todavía con tiempo para alimentar algún que otro fueguito. En el rincón opuesto, enfrentándolas en un combate desigual —son viejos, están enfermos o desahuciados, idos hace mucho o viviendo una vida a su antojo—, están los padres. Kurt, en el caso de Martha, y una lista más larga y heterogénea del lado de Betty, que incluye al “malo”, al “biológico” y al “trombonista”, uno al que Betty se ha propuesto recuperar. Roto, mal parado y atragantado por sus toses, mientras tanto, Kurt está decidido a morir, o eso es lo que dice, y ha hecho los arreglos necesarios en una clínica en el extranjero. Desde luego, necesita que lo lleven, ¿y quién otra que su hija? Ella, a un paso de la vigesimonovena crisis nerviosa, acude a Betty. Acompañame, le dice; manejá. Entonces, a lo largo de siete capítulos titulados como si se tratara de cuentos —en el comienzo, “El ojo de dios” es un relato espléndido—, Hijas se vuelve una novela rutera que atraviesa casi toda Alemania, desde Hannover hacia el sur, pasa por Suiza, buena parte de Italia, y llega hasta una isla en Grecia en la que muchos montoncitos de cascaritas de semillas de girasol le anuncian a Betty que Ernesto está ahí. Ernesto, el músico, el hombre al que más quiso entre todos sus padres.
Empujada de fondo por la peripecia, que hilvana uno tras otro los encuentros, los desencuentros y las verdades a medias de una trama emparentada con la novela familiar y también con la aventura; sostenida en su marcha por un diálogo vivaz, con esa chispa que puede imprimirle un ida y vuelta chicanero, y por momentos reflexivos revestidos de un cinismo categórico que suelen cerrar las anécdotas o los episodios que le dan volumen a la historia o dotan de pasado a sus personajes —Grígori, el albano, notable entre los secundarios—; con tramos de gran velocidad y sin ondulaciones, la prosa de Hijas avanza a la par del recorrido hacia un final que acaso resulta algo aparatoso, involucrando a Betty, Ernesto y un arma desenterrada en una escena de resolución dramática, y a Martha, Kurt, el alcohol, las pastillas y una carta en otra que no le va en zaga. El trabajo de traducción de María Tellechea entrega esa tersura modulada en eficacísimos modismos rioplatenses. Palabras como “roñosa”, “bolichito” o “guita” hacen que el viaje por la A7, entre Fulda y Wurzburgo, suene como en la ruta 3 de camino a Bahía Blanca.
Lucy Fricke, Hijas, traducción de María Tellechea, Odelia Editora, 2020, 224 págs.
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