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¿Por qué el laconismo no hace vanguardia? ¿Por qué la experimentación parece quedar siempre del lado de las oraciones botánicas, la sintaxis intrincada y la arqueología de la adjetivación? El argumento más a mano sería la reciprocidad natural entre espesura y ambigüedad: si lo que se pretende es licuar límites, romper unidades de sentido y promover relecturas, la estética del exceso se impone sola. Después de todo, por más que la claridad deslumbre, lo hace una vez, en un único envío, y lo que sigue es apenas el cotejo de una voz debilitada en ecos.
Sin embargo, con sus restricciones, también la sequedad ha progresado hacia dentro, contra sí misma, al punto, en algún caso extremo —Beckett, Kristof—, de exponerse a una voracidad disolvente. El de Ernest Hemingway no es ese caso: su misión no fue vulnerar fronteras literarias, sino dar con una forma esencial para lo que él consideraba sus verdades, sus principios. A esta altura del siglo XXI, lo sabemos, esas verdades y esos principios han envejecido no poco. Hemingway generó demasiada escuela, cazó demasiados bisontes y se ocupó demasiado —aunque quizás no tanto como sus editoriales, los agentes de sus herederos y los actores que lo personifican en películas cada cinco años— de cacarear una masculinidad hegemónica que biografías recientes han puesto en discusión. Pero nada de eso sirve para obviar el hecho objetivo de que su aparición ciñó el molde realista y de que, además, lo mejor de su producción tuvo lugar en plena fiebre del modernismo. Mientras a su alrededor se inventaban técnicas para hurgar rumores mentales y controvertir la solidez del mundo exterior, Hemingway lo exhibió en los puros huesos de sus convulsiones y sus actos. Adrede o no, unidimensional o irisado, fue un desmarque que lo volvió fetiche de cronistas y talleristas de calidad dispar, y que todavía le da lectores.
Quienes lo abordan por primera vez —como ocurre con Cortázar en el ámbito local: se lo rebuzna, su nombre pone ojos en blanco, pero todos lo hemos leído y también lo harán generaciones venideras de recién iniciados— suelen recurrir a obras completas, reunidas o selectas. Hemingway es desde hace mucho ese tipo de escritor, uno de corpus elefantiásico, con escasas salientes a las que apelar por separado: ciertos cuentos, cierta novela, la muy bregada teoría del iceberg.
Por eso sorprende que ahora regrese su segundo libro de relatos, Hombres sin mujeres, con traducción flamante —animada con voseo y espasmos de jerga rioplatense— y de la mano de una editorial independiente argentina. Publicado originalmente en 1927, Hombres sin mujeres agrupa las piezas breves que Hemingway fabricó en sus años europeos, los de París era una fiesta, y que alinean personajes blindados por obstinaciones: un torero remiso a jubilarse (“El invicto”), un borracho con circo propio (“Carrera de persecución”) y un boxeador que pega sin entender por qué lo hace (“Cincuenta lucas”), entre otros varones aturdidos de soledad, sin las mujeres del título o celados por mujeres a las que ya no pueden ver porque la pertinacia los obnubila. Que los hombres monopolicen la prosa de Hemingway no debería sorprender a nadie. La insistencia en la seducción de la muerte rebosa tanto como el miedo al pantano de la vida familiar (“Colinas como elefantes blancos”, “Ahora me acuesto”), letanía que sólo entorpecen dos viñetas que arrastran un siglo sin encajar en el conjunto: el pasatiempo bíblico de “Hoy es viernes”, el cut and paste medroso de “Una historia banal”.
Y entonces “Los asesinos”. Por mucho que se haya escrito sobre ese cuento fundante, la historia de Ole Andreson continúa dando aire para el análisis porque ella misma es toda aire. Algo inasequible debe tener una historia reinterpretada tantas veces: Robert Siodmak necesitó explicarla al modo hollywoodense; Borges y Tobias Wolff la dislocaron; como buscando descifrarla con ingeniería inversa, Tarkovski la replicó sin omitir detalle. Experimento cabal, “Los asesinos” alienta el experimento ajeno. A la anécdota no le falta nada; si todavía cede a la imaginación de otros, no es por incompletitud, sino por prodigar resquicios. La inercia del sueco en su cuarto de pensión es una abertura que Hemingway trabajó con parcos elementos, con esa estrechez que afina el trazo hasta oponerlo a su propia desaparición.
Ernest Hemingway, Hombres sin mujeres, traducción de Manuel Álvarez, Marciana, 2024, 220 págs.
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