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La amante de Wittgenstein es una novela, si puede utilizarse el término con suficiente soltura, en la que una narradora que parece ser la última habitante del planeta deja escritas impresiones sobre el estado del mundo, interpretaciones de la historia del arte y la literatura, algunas pequeñas anécdotas personales y un conglomerado de reflexiones en el filo del existencialismo absurdo o del absurdo existencialista. Tal vez sería mejor decir que es una ficción literaria y evitar la discusión sobre su pertenencia a cualquier género establecido, en particular tomando en cuenta que abre el camino a la tetralogía final de su autor, un conjunto conocido como “El cuarteto de la Ficha de Notas” (The Notecard Quartet) cuyo segundo volumen se titula precisamente Esto no es una novela (y que se completa con La soledad del lector, Punto de fuga y La última novela).
Lo que une todas estas obras, además del hecho de que difuminan el avance narrativo hasta donde es posible, es una marca estilística insoslayable: están compuestas de oraciones o pares de oraciones que terminan rápidamente en un punto y aparte. Algunas son largas, pero en general se trata de frases de una o dos líneas. Este procedimiento, que podría llevar a pensar en una textualidad de puros fragmentos, permite a Markson invocar una experiencia de lectura diferente. Alguna vez alguien la relacionó con Twitter: la verdad es que no tienen demasiado en común. (No porque Twitter esté mal, es sólo que tiene poco que ver con lo que aquí se ejecuta). Los textos de este Markson tardío son reticulares. Casi no presentan párrafos, o se trata de párrafos brevísimos, es cierto, pero las oraciones que los conforman no están sueltas ni aisladas. Cada una funciona como un nodo, y los vínculos entre ellas son múltiples y simultáneos. Permiten un despliegue progresivo que intercala recuerdos de viajes, descripciones de cuadros, análisis de grandes obras de la literatura, cavilaciones sobre el sentido de los discursos, diálogos imaginarios entre filósofos, escritores y artistas, momentos de sus biografías, recuerdos borrosos. Dan lugar a la complejidad. Y sobre todo al humor.
Para quienes hayan leído La soledad del lector o Esto no es una novela (publicadas en Argentina por La Bestia Equilátera), La amante de Wittgenstein será familiar, pero también novedosa. Se puede ver en ella la última parte de un puente, el último trecho del pasaje entre un escritor de novelas y un escritor de su propio género. A diferencia de la tetralogía, en La amante de Wittgenstein se presenta aún una instancia narrativa ficcional clara, una narradora-personaje consciente de que escribe, que relata fragmentos de su pasado o explica qué hace entre frase y frase (camina desnuda hasta una fuente, duerme, desciende al subsuelo de una casa abandonada). Por lo demás, resulta difícil desoír la tentación de citar algún fragmento que dé cuenta de su estética. El problema es que ninguna oración podría lograr el efecto buscado, que se da sólo por acumulación. Para quienes no lo hayan leído, los primeros momentos probablemente generen cierto estupor. Desinterés, incluso (aunque algunos somos cautivados de inmediato por la maestría con que cultiva las microformas). En todo caso, después de unas pocas páginas el efecto empieza a cobrar fuerza. Las oraciones alternan y vinculan líneas narrativas o reflexivas que parecen distantes pero que generan una experiencia de conjunto fabulosa. Contemporánea, si se permite la palabra prohibida, como pocas: llena de información y de una ansiedad indefinida, aumenta en espesor sin avanzar un paso, vuelve sobre sus reflexiones para desacreditarlas y encuentra así un modo de seguir, de sorprenderse, de reír, de lamentarse.
David Markson, La amante de Wittgenstein, traducción de Mariano Peyrou, Sexto Piso, 2022, 262 págs.
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