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En su extraordinario Once Upon a Time (2014), Marina Warner propone considerar la historia del llamado “cuento de hadas” como un mapa donde se refleja el curso sinuoso de las enfermedades del corazón. En los pliegues de lo que ella denomina el “optimismo heroico” del género —en oposición a las tendencias trágicas de los mitos que lo alimentan—, es posible advertir el ánimo (perfectamente intencionado, como bien observara Dickens) sexista y conservador que los fairy tales transportaron a través de los siglos. La imaginería cruel del género pudo reformularse en cada época precisamente por su capacidad para adaptarse al espíritu de su tiempo a través de la conversión de los miedos en metáforas de endurecimiento moral, productoras de valores materiales y sentimentales específicos. Warner cita una versión de “Caperucita Roja” muy popular en la Alemania nazi —con una adorable niñita aria que es perseguida por un lobo feroz de rasgos semitas— a modo de ejemplo de cómo el cuento de hadas puede involucrarse con los miedos y las pesadillas epocales a través de una conciencia torcida aunque específica de lo real, lo que supone, indefectiblemente, una preferencia moral y un juicio estético sobre las formas.
Las logomaquias entrañables de la literatura infantil afirman el andamiaje de estos relatos de Angela Carter (ella misma antóloga de literatura “de hadas”), y la autora las manipula como utilería gótica en busca de sus elementos adultos, no para resignificarlos sino, justamente, para resaltar su primitiva y nada ingenua intención de violencia. La femineidad que Carter suele retratar hubiera molestado profundamente a los hermanos Grimm, no tanto por sus implicancias sexuales —un delicado erotismo perfuma todo el libro— como por la lenta y secreta corrupción que supone de un esquema de valores comprobable aún en nuestros días a través de los textos arcaizantes de J.K. “Harry Potter” Rowling. Ese imaginario de castillos encantados, princesas y seres maléficos viene a morir y metamorfosearse en las páginas de Carter como a un mausoleo del clasicismo, y La cámara sangrienta, como poderoso ejercicio de anacronía mórbida, funciona a la manera de un señalador severo sobre la posmodernidad del género de horror: no está construida como relectura de mitos, pero señala el carácter perversamente reversible de aquellos. Carter escribe (y reescribe) para confirmar que se puede volver a contar la misma historia aunque buscando el miedo en otros rincones de ella, intensificando sin hacer explícito lo originalmente sugerido y potenciando lo que no puede faltar, sin caer por ello en el exceso o la parodia. Esta melancolía barroca y horrorosa rastrea resabios de niñez en la mente del lector adulto y fuerza la memoria como un acto estético de dolor y superación. En la edición de Sexto Piso, este libro es un objeto de colección, una “cámara” en sí mismo, embellecido por las perturbadoras ilustraciones de Alejandra Acosta.
Angela Carter, La cámara sangrienta, traducción de Jesús Gómez Gutiérrez, ilustraciones de Alejandra Acosta, Sexto Piso, 2014, 180 págs.
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