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La literatura fantástica ya no es eso que hace varias décadas la teoría definió como una zona huidiza entre la percepción ilusoria y el fenómeno inexplicable, o entre lo extraño y lo maravilloso. Cuando cunde la convicción de que la realidad está tapada por una réplica falaz, pero suele colar de improviso sus raras lógicas, ya no es imprescindible preparar la aparición del prodigio con estrategias retóricas ni usar rigurosamente el punto de vista para que suceda el fantasma. El mundo enseña que de la mera reunión de objetos disímiles y fenómenos discordantes surge algo que antes no estaba. La literatura sabe que la fecundidad de un relato depende de la cantidad de alimentos de cualquier orden que puede componer, sean textos o hechos. De textos superpuestos, por lo demás, está hecha en gran medida la literatura experimental, ese género sólo definible por una lista de autores —de Joyce a Arno Schmidt y/o Burroughs— y que, salvo Cortázar, ni se interesa demasiado por lo sobrenatural ni es apto para este tiempo de lecturas expeditivas. Mark Danielewski demuestra que estas dos ideas no son tan ciertas. La casa de hojas es una novela fantástica de 736 páginas, repleta de anomalías formales de todo tipo, que además da miedo. Veamos cómo lo consigue. Johnny Truant, empleado de un salón de tatuajes, consumidor de drogas varias, noctámbulo frenético y abrumado de inteligencia, está buscando departamento cuando su compinche Lude lo lleva al de Zampanò, un viejo ciego que acaba de morir. Ahí Johnny descubre un enorme amasijo de papeles; es el manuscrito de La casa de hojas, un desmesurado ensayo de Zampanó sobre un documental ficticio. En el centro de este libro están Will Navidson, un fotoperiodista Premio Pulitzer, y su mujer, la ex modelo Karen Green, que deciden salvar un matrimonio en quiebra mudándose con sus dos hijos a una casa en el campo. Al poco tiempo descubren un pasillo nuevo dónde sólo había un tabique y, con mediciones estrictas, confirman que la casa es más grande por dentro que por fuera. Pero además crece. Con los días el pasillo se alarga, aparecen puertas laterales, después un hueco hacia un subsuelo donde proliferan puertas, recodos y desvíos, una escalera auténticamente inacabable: un desierto Averno de oscuridad. Lo que sigue va de la obstinación de Will por filmar ese vacío a la incursión de un equipo de espeleólogos, de la tentativa breve a la expedición de meses, del reto a la muerte y de la idea fija a la demolición de una familia y su posible salvación. Supuestamente, de todo esto queda lo que Navidson montó con lo que pudo filmar y, en el manuscrito de Zampanò, las profusas secuelas de la película: notas críticas, estudios de arquitectura del laberinto, arqueología, religión, ingeniería, alpinismo, cine, filosofía del tiempo, polémicas, recortes, fotos, una mezcla de documentos apócrifos y verdaderos que Truant edita con sus respectivas tipografías, formatos, tamaños, posiciones y colores como un fruto del descalabro que ese trabajo obra en su vida. En la confluencia entre el manuscrito y la historia de Johnny hay un descubrimiento y un terrible desasosiego; pero lo que horroriza de veras es la absorción del tiempo por un espacio insondable, vivo, impalpable, que desquicia los ritmos de la vida, el pasado y el porvenir, y se ensaña con la debilidad de los acuerdos humanos. Así también la novela sorbe el orden mental del lector. La endiablada puesta en página de un material inmanejable abruma y transforma: hace perder el tiempo. Esto es lo que Danielewski devuelve al fantástico: no la rendición del lector a una historia, sino la adaptación de la mente a una lógica tan improductiva que es de otro mundo. Aprovechemos La casa de hojas para recuperar ciertos libros intempestivos que han mantenido viva la novela experimental —The Tunnel de William Gass (1997), La historia de Martín Caparrós (1999)— y saludemos la gesta de los editores y el traductor de la edición española.
Mark Z. Danielewski, La casa de hojas, traducción de Javier Calvo, Alpha Decay / Pálido Fuego, 736 págs.
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