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La poesía puede ser desgarradora y a la vez curativa. El cuerpo es frágil, una pequeña fisura en cualquiera de sus partes puede alterar todo el organismo sensible con que nos desplazamos. Jesse Lee Kercheval nos recuerda que la forma que asume nuestra voz y la dimensión que cobra nuestra figura humana son inmateriales, fantasmáticas, repletas de percepciones y memorias apenas conectadas entre sí por la imaginación y la experiencia: la vejez, el paso del tiempo, el transcurso de los años, los rituales de una iglesia de provincia, el recorrido transcontinental de las aves y su significado secreto, feligreses caminando y rezando en dirección a La Meca, el ciclo de las estaciones y los senderos de la luz alrededor del planeta hasta llegar a nosotros. Todo ello se anuda en una voz y el cuerpo no es una envoltura; es un signo abierto al exterior, cambiante, y en continuo movimiento: de repente somos unos y de repente somos otros.
¿Existe el alma? ¿Se puede monologar con un ángel? ¿De dónde vienen nuestras pérdidas? ¿Se pueden reparar? ¿Y qué respuestas encontraríamos si la voz de nuestra conciencia dictara las respuestas? La certeza de sabernos en soledad, la confirmación de que habitamos este mundo sin nadie más. Y si un día nuestro ángel nos respondiese, ya no desde el silencio de las ruinas del mármol sino con una voz suave parecida a la esperanza, ¿seríamos capaces de qué? ¿Podemos ser padres de nuestros padres? ¿Y podemos ser madres de nuestras madres? En qué momento el ciclo de la trama familiar se detuvo para no deshilarse más, cuándo dejamos de ser niños, cuándo nos transformamos en estas criaturas llenas de preguntas y sentimientos contradictorios como las direcciones de los vientos árticos.
La emotividad nos sitúa en lo inabarcable, y nos enfrenta con el mundo y a veces paradójicamente hasta nos reconcilia. Entonces ¿qué es una vida para una poeta, la capacidad de escuchar las voces de los otros y de las otras en pleno descenso hacia un punto de tristeza sin retorno? Y qué es lo que inquieta y moviliza la escritura: “Si yo te digo ala, / imagínate / lo que falta / del pájaro”. ¿Acaso los límites del universo son los límites de una lengua difuminada, breve, opacada por los ruidos interiores de cada uno de nosotras y de nosotros? Y en otras palabras, ¿dónde estaría la gracia de decir poéticamente las cosas: en aceptar el desafío, en animarse a cruzar el muro de silencio, en reconocer y asimilar que la escritura siempre está del lado de la falta, de lo incompleto, de lo que no fue? Y si nada se puede recuperar, restaurar, para qué escribimos.
Porque en la escritura están los otros, y las otras: “Acá están los libros que publiqué / tengo varios estantes. / Para mí cada uno es una forma / de pensar en vos”. Escribir evita tragedias personales, evita que nos arrojemos al vacío, que olvidemos la vida dentro de una ambulancia yendo a toda velocidad en nuestra ciudad: esa es la tarea de la escritura, si bien se muere gente todos los días, por cada segundo, la poesía es una pausa frente a la catástrofe de sabernos vivos, un puente interminable que conecta con el destino de cada quien, un modo de quitarse la máscara de la ingenuidad de cara al futuro porque del otro lado cruzando el puente puede que no haya nada, y se hayan apagado las luces del día y no nos quede otra cosa para hacer que sorprendernos por primera vez de la alegría o de la oscuridad de este universo.
Jesse Lee Kercheval, La crisis es el cuerpo, edición bilingüe, traducción de Ezequiel Zaidenwerg, prólogo de Laura Wittner, Bajo la Luna, 2020, 224 págs.
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