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Adornada con múltiples comentarios elogiosos cuyos fragmentos más notables la secundan, llega a nosotros la última novela del escritor irlandés John Banville. “Obra de arte”, “logro notable” o “viaje de autodescubrimiento”, La guitarra azul también podría leerse como una novela de enredos. Enredado consigo, con su oficio, con la mujer de un amigo, con su pasado y con toda la serie de digresiones que jalonan su relato, Oliver Orme, nuestro muy incómodo narrador y protagonista, arremete con una revelación escandalosa: quien se apretuje en el subte con el libro en las manos se adentrará en la malla íntima de un episodio en la vida de un artista marchito cuyo acontecimiento provocará múltiples quiebres. “Lo que quiero contar es”.
Orme y Gloria, y Marcus y Polly, integran dos parejas que viven la mediana edad. Son, entre ellos, amigos. Un roce inesperado y una combustión semiespontánea harán que Orme y Polly se involucren en un tormentoso adulterio. A causa de este lío, casi todo —un universo que incluye la amistad, la familia, el amor, cierta moral y la cómoda regularidad de la vida moderna— cambiará dramáticamente; ese crack-up, digamos, es la médula de la novela, y sus ondas expansivas rozarán otros temas como el dolor, la soledad o la muerte.
La arquitectura de esta debacle, sin embargo, veloz en los hechos y con otra cadencia en el relato, se sostiene en un discurso tan admirable como bellamente concebido. Hay algo en el tono, en la personalidad, en el semblante narrativo que construye Banville para Orme —un personaje ruin y pusilánime cuya otra pasión es el hurto— que envuelve su crueldad y su cinismo en un paquetito primoroso.
Los desvíos, los recuerdos, las sucesivas modulaciones que conviven con la trama de la desgracia —toda una serie de viñetas disruptivas o explicativas construidas al amparo de la sensibilidad pictórica de la que Orme hace gala pero de la que no se jacta— tienen una directa incidencia en la dulce conmoción que nos domina. Consumida o no, la vena plástica bajo cuyo influjo Orme se confiesa es decisiva. Hace que la novela adquiera un cuerpo diferente, como si la página ganara relieve o un granulado material cuyo efecto inmediato es el encantamiento. A veces raspa, a veces acaricia, a veces adormece. Sí, por momentos uno se enamora de esta clase de prosa; y sí, el contrapunto de semejante virtuosismo narrativo puede ser la saturación. ¿No hay demasiado arte narrativo en el episodio que ocurre en la casa de los padres de Polly? ¿El arte es algo que puede experimentarse en demasía? Y si resulta excesivo, ¿es dañino el exceso? Cabría preguntarse al final —tal vez el último de los enredos—, si las ediciones españolas no ibéricas deberían allanar ciertos giros propios del idioma de la península —“llamadme”, “reconoceréis”, “disculpadme”— cuando se trata de textos que apelan al lector y lo involucran explícitamente en la narración —como este—; y más todavía si esa narración pone tanto énfasis en su propia arquitectura palabrística.
John Banville, La guitarra azul, traducción de Nuria Barrios, Alfaguara, 2016, 296 págs.
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