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Todos la conocen como la mujer de la falda violeta porque jamás la vieron vistiendo una falda de otro color. Desde lejos podría pasar por una colegiala, pero de cerca enseguida se rechaza esa idea. Las manchas de sus pómulos y la sequedad del pelo cuentan otra historia.
Natsuko Imamura construye en La mujer de la falda violeta el retrato de una mujer moderna, que vive en Japón pero que podría vivir en cualquier otra ciudad del mundo, que busca su lugar, aferrada a una rutina de actos y gestos repetidos. Cada mañana entra en la misma panadería, elige el mismo bollo relleno de crema, incluso ocupa el mismo banco del parque. Hasta el modo de comer el bollo es siempre el mismo, con la palma vuelta hacia arriba como si fuera un platito, para las migas. Esos mismos rituales, que la vuelven una celebridad entre los vecinos, son los que la contienen, los que la ayudan a sentirse parte de algo más grande, de un orden que la justifica y le otorga un sentido en el orden del cosmos.
La narradora, también una mujer, se interesa de un modo especial por ella, quiere conocerla, vencer esa distancia cargada de juicio que proponen las grandes ciudades. Cuando descubre que la mujer de la falda violeta lleva un buen tiempo saltando de entrevista en entrevista sin conseguir trabajo, se erige secretamente en su benefactora. Desde las sombras, le deja el periódico con las ofertas de trabajo en su banco habitual del parque, o se para en una esquina a repartir muestras gratis de champú solo para que ella pueda mejorar su aspecto físico. Esta estrategia le vale sus buenas complicaciones, cuando el presidente de la asociación de apoyo a las tiendas locales le pregunta si dispone de un permiso para repartir muestras. La novela se acerca en estos tramos a la comedia de enredos y hace pensar en la Amélie Nothomb de Estupor y temblores. Allá había una extranjera tratando de entender Japón; acá es una japonesa la que no encuentra su lugar en la sociedad en la que nació y vivió toda su vida. Ambas proponen una mirada de Japón que parece liviana y divertida. El lector, que tampoco comprende ese mundo extraño, se siente cómplice y compañero de estas mujeres. Sin embargo, pronto se rebela esa “segunda historia” que tiene toda buena novela, la que asoma debajo de la superficie, cargada de crítica. El protagonismo de la segunda mujer crece, de benefactora a espía.
Duomo, la editorial que trajo al español La mujer de la falda violeta, publicó hace poco otra novela que pareciera moverse en la misma sintonía, lo que invita a pensarlas juntas: La dependienta, de Sayaka Murata. La continuidad es alentada, antes incluso de abrir los libros, desde el arte de tapa. Como la protagonista de La mujer de la falda violeta, la protagonista de La dependienta también intenta hacer pie en el mundo moderno. Aunque quizás ambas novelas ofrezcan una tesis diferente sobre esa batalla que todos enfrentamos: la mujer de la falda violeta parece dispuesta a negociar costumbres y placeres para conseguir encajar; la dependienta se convence, en cambio, de que el equivocado es el mundo, no ella. Manda el deseo, involuntario e inexplicable. En ambas, lo más importante se mueve alrededor, con la mirada y la participación ajena.
Natsuko Imamura ganó el Premio Akutagawa en 2019 con esta novela, consolidando una voz que seguramente volveremos a oír.
Natsuko Imamura, La mujer de la falda violeta, traducción de Francisco González Sánchez, Duomo, 2020, 192 págs.
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