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La Primera Guerra Mundial no dejó nada en pie, ni imperios ni psiquis en aquellos soldados que volvían a su tierra de origen. Pero después vino la Segunda Guerra y sus horrores monopolizaron las reflexiones filosóficas y artísticas acerca de la naturaleza del ser humano y sus alcances.
Volvamos entonces a esa camada de combatientes que regresó de las trincheras a sus casas después de haber dado su vida por alguna nación en decadencia, como es el caso de Joseph Roth (1894-1939), que luchó por el Imperio Austro-Húngaro. La rebelión se inscribe en esa tradición de hombres que, como el gaucho Martín Fierro medio siglo atrás, ya no encuentran nada en su regreso al pago.
Andreas Pum es un lisiado más entre miles. Después de una temporada en un hospital de inválidos, ya no hay plata para mantenerlos y cada uno deberá ganarse el sustento en el nuevo mundo inestable que irrumpió porque del imperio no queda ni el nombre. A Andreas le incrustan una pata de palo y le entregan un órgano musical y la licencia para tocarlo. Ni siquiera puede ser muy creativo: más que órgano, su patrimonio consiste en una caja musical provista de una decena de canciones, previamente configuradas por el fabricante, que despiertan al hacer girar la manivela ante sus conciudadanos. Algunos de ellos muestran piedad y agradecimiento frente al veterano de guerra. Otros lo acusan de farsante, mantenido y comunista. El horno no está para medialunas, eso seguro.
Acelerar o detener el tiempo con la manivela. Aferrarse a ella. Y al amor. Es interesante en la obra de Roth cómo el amor, deudor de un romanticismo tardío y ya extinto, ofrece el paréntesis en el cual refugiarse. Sucede en las novelitas Abril, en Jefe de estación Fallmerayer, y hasta de forma mística en La leyenda del Santo Bebedor. El amor, en Roth, es un punto de fuga, y esa diagonal se le abre a Andreas con Katherine: “Andreas no se daba cuenta de nada, estaba viviendo esa felicidad nueva y embriagadora que, como un acorazado, nos hace insensibles ante la maldad y las enfermedades del mundo y nos protege de la malicia de los seres humanos”. Aunque el amor también se evapora fácil en los nuevos tiempos que corren y ya no hay sitio seguro en ningún lado.
Andreas gira la manivela por las calles mascullando una bronca infernal y cínica. Al unísono, otra manivela mucho más grande lo hace girar a él: “Las enormes ruedas de la maquinaria estatal ya estaban trabajando sobre el ciudadano Andreas Pum y, sin que él lo supiera, lo estaban triturando lenta y minuciosamente”. Delaciones, changas, cárcel, desorden en las calles y en la mente. Sometido a aquel poder estatal omnipresente y encriptado que tan bien advirtió Kafka, Andreas se irá transformando en todo aquello que detestaba antes de partir hacia la guerra. No se trata de la historia de un solo hombre, sino de una generación entera abandonada a su suerte y que advirtió que los grandes principios morales e inmutables que guiaban los actos desde hacía siglos también habían ardido y yacían sepultados en las llanuras europeas.
“Me sometí a las leyes de mi país porque creía que las había creado un conocimiento mayor que el mío y que impartía justicia en el nombre del Señor que creó el mundo. Tuve que vivir más de cuatro décadas para darme cuenta de que estaba ciego”, piensa Andreas. Es así. Pero ¿habrá luz después de la ceguera, del país y de Dios?
Joseph Roth, La rebelión, traducción de Daniela L. Campanelli, Godot, 2023, 120 págs.
Imagen: fotograma de La rebelión, de Michael Haneke (1993).
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