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Es difícil reseñar La sequía sin tener en cuenta El mundo sumergido, la otra gran novela apocalíptica que James Graham Ballard publicó en la década del sesenta. Ambos libros funcionan como contraparte y complemento del otro, casi como si su autor se hubiera propuesto explorar dos caminos divergentes para confirmar que en realidad llevaban al mismo sitio. No interesa —parece decirnos Ballard— si el fin del mundo acontecerá en un desierto de sal o en un mar sin orillas. Lo importante es alertar sobre lo que perderemos justo antes de desaparecer.
Desde el principio, la trama de La sequía instala las causas del desastre en el terreno de la fatalidad. La mano del hombre: qué otra cosa podía ocurrir. Un sinfín de polímeros derivados de desechos industriales ha creado una piel sintética sobre la superficie de los océanos, lo que impide la evaporización del agua y la consecuente generación de lluvias. Ríos, lagos y mares se escurren mientras las sociedades se aniquilan para dominar las costas en repliegue.
Gradual y definitivo, el deterioro se presenta ante el lector desde la óptica del Dr. Charles Ransom, arquetípico protagonista —nunca héroe— ballardiano que desanda su derrotero en medio de la catástrofe. Los capítulos trazan un arco que empieza con las primeras semanas de pánico y termina en batallas a muerte entre sobrevivientes vestidos con cueros de foca y armados con huesos de ballena. Ballard describe así un nuevo hombre primigenio, una criatura inolvidable y esquiva, reseca de tanto vagabundear bajo el cielo sin nubes, mientras la prosa, poética y a la vez conceptual, signada por la distancia imperturbable que impone la voz narrativa, sondea la verdad oscura que encierra ese paisaje alucinado. El ocaso planetario traerá mucho más que la cancelación de la vida. A la extinción de la especie la antecederá una extinción del sentido. Morirán con el hombre su cultura, su historia y su misterio.
“Como todos los purgatorios —escribe el nacido en Shanghái—, la playa era una zona de espera, y las interminables extensiones de sal húmeda estaban succionándolos y reduciéndolos al núcleo más duro de ellos mismos. Estos nodos minúsculos de identidad centelleaban a la luz del limbo, la zona de nada que esperaba a que ellos se disolvieran y derritieran como los cristales que se secaban al sol”. La novela abunda en este tipo de reflexiones, una marca que se replica en El mundo sumergido, donde la deshumanización también es el tema principal.
Que el relato distópico-apocalíptico está de moda se verifica al hojear los best sellers de las librerías y surfear las series de Netflix. La profusión de comunidades caníbales, totalitarismos opresores de uno u otro género y pandemias de muertos revividos es, a estas alturas, un fenómeno imparable. Sin embargo, en casi todos los casos pareciera darse una carrera algo frívola por dar con el artilugio narrativo que favorezca la diferenciación del producto propio en un contexto de mercado. Si los creadores de esos best sellers y esas series abrevaran más en autores como Ballard, quizás sus obras ganarían en espesor filosófico y se harían menos predecibles. Traducida por el inefable Luis Domènech, esta nueva edición de La sequía vuelve a echar luz sobre un escritor titánico y clarividente, que siempre tuvo razón.
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