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En una entrevista realizada hace unos años, Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) advertía sobre lo que puede pasarle a quien decida abocarse a la lectura: “Aquel que toma un libro se expone al riesgo de ser sometido a la emoción de una página que, de repente, hace surgir un suceso dramático que puede desestabilizarlo”. Si bien se lo reconoce como cultor de un ejercicio en el que símbolos y signos se encadenan en obras de largo aliento (pienso en sus “megaproyectos”, como los Pequeños tratados y Último reino), en Las lágrimas Quignard se propone conmover al lector con una pieza compuesta por breves intervenciones, acaso artefactos microscópicos cargados de sentido, eligiendo para ello un momento histórico convulsionado: el Medioevo temprano. Allí dos hermanos —Nithard y Hartnid— bifurcan su experiencia sensible en un peregrinaje errante condimentado con batallas y conquistas, entre abadías y ríos, entre amores y búsquedas imposibles.
En Las lágrimas abundan los golpes de efecto, pero hay una singularidad que une las pequeñas islas-historias en una sola: los personajes conservan el dejo de un mundo antiguo donde los gestos se desplazan hacia lo sensorial. Tanto es así que, hacia la mitad de la novela, el relator registra el quiebre —el pasaje— de una lengua antigua hacia el francés: “Raras son las sociedades que conocen el instante de vuelco de lo simbólico: la fecha de nacimiento de su lengua, las circunstancias, el lugar, el clima que había”. El salto que representa el abandono de una lengua pretérita genera una desorientación feliz que acerca al lector a lo sensitivo. “El cielo, el río, el océano, los astros y la tierra son de una belleza majestuosa y no hablan”, nos dice Quignard hacia al final de uno de sus tratados; en Las lágrimas ese gesto de contemplación hacia la belleza muda es defendido casi como si fuese un mandato.
Entre las peripecias que jalonan el despliegue de la novela, Quignard deja notoriamente manifiesto lo que siente a su vez por los animales. Por ejemplo, en el libro VI (“El libro de la muerte de Nithard”), y más específicamente en el capítulo “Las enseñanzas de Phénucianus”, hace gala de su imaginería y su conocimiento ornitológico: “El carpintero es el primer músico que prefirió el instrumento antes que la voz. Es incluso su propio lutier. Su canto es la madera que ama y que resuena porque la ahueca”.
Las lágrimas actúa como un dispositivo de desestabilización del razonamiento, apostando todo a la entera entrega del lector a lo que lee, así como hace Hartnid en su retour al amor por lo salvaje: “Amo la soledad, los caballos sin freno, sin bridas, sin riendas, sin sillas, sin herraduras. Amo su cuerpo magnífico. Amo el agua que pasa y donde uno se sumerge y de donde uno sale desnudo y nuevo como el primer día en que uno empieza a descubrir que siempre se está naciendo”.
Pascal Quignard, Las lágrimas, traducción de Silvio Mattoni, El cuenco de plata, 2017, 192 págs.
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