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Artista plástico, profesor de dibujo y autor de al menos dos imprescindibles volúmenes de relatos, Bruno Schulz, “el tercer mosquetero de la vanguardia polaca de entreguerras”, como lo llamó Gombrowicz, vivió la mayor parte de su vida (1882-1942) en Drogóbich, una pequeña ciudad ubicada al este de la Galitzia astrohúngara que sufrió tantas transformaciones como los personajes de sus relatos. Su trágica muerte (un oficial de la Gestapo le disparó en la nuca en un ajuste de cuentas contra su protector), además de privarnos del disfrute prolongado de su obra, alimentó la intriga alrededor de una novela desaparecida titulada El mesías. Junto con los veinte grabados que conforman El libro idólatra, deslumbrante tratado erótico influenciado por Goya y Sader-Masoch, y un puñado de ensayos que destacan por su atinada lucidez crítica, el grueso de la obra de Schulz lo componen los relatos de ese único gran libro que, digamos, por comodidad repartió en dos volúmenes autónomos. En Las tiendas de color canela, el primero de ellos, publicado en 1934, un niño llamado Jósef —que tal vez es un adulto con una infantil mirada retrospectiva— relata los últimos estertores de su padre, un comerciante de telas de nombre Jakub, frente al acelerado proceso de modernización de su pueblo. “Improvisador incorregible”, “maestro de la imaginación”, “prestidigitador metafísico” y “defensor de la causa perdida de la poesía”, emprende una batalla colosal contra esos enemigos ubicuos que son el tedio y la somnolencia. Desde incubar huevos de aves exóticas, hasta elaborar un tratado sobre la creación de la materia; en cada una de estas tentativas, vemos al padre capitular ante la voluptuosidad de la criada Adela, guardiana del orden, a quien le basta con exhibir un zapato para rendirlo a sus pies. Schulz consideraba que algunas imágenes se imponen en la infancia con tal poder de penetración que cristalizan el sentido del mundo y trazan las coordenadas a partir de las cuales el artista extraerá su obra; a ese conjunto de imágenes lo llamaba mito. En una carta dirigida a Andrzej Pleśniewicz escribió: “Si se pudiera invertir el curso de la evolución, y regresar a la infancia por senderos desviados, gozar una vez más de su plenitud y su inmensidad, veríamos finalmente cumplida esa ‘época genial’, esos ‘tiempos mesiánicos’ que las mitologías siempre nos han prometido e, incluso, afirmado su advenimiento. Mi ideal es ser lo suficiente ‘maduro’ para volver a encontrar la infancia. En mi opinión, la verdadera madurez sólo consiste en eso”. Una de sus imágenes recurrentes consiste, justamente, en un hombre postrado ante la sensualidad de una mujer. Lejos de doblegarse, el padre insiste: se marchita, mengua irrisoriamente, se pierde en los rincones, se transforma en cucaracha, en pájaro, en cóndor. El contacto íntimo con la materia produce la mimesis que, en lugar de copia o imitación, es conexión sensual entre los cuerpos. No sólo Jakub, sino toda la materia se torna puro devenir. “La vida de la sustancia —dice Schulz— consiste en utilizar un número infinito de máscaras”.
Schulz es un orfebre del lenguaje. Su imaginación plástica se sustenta en la potencia de la metáfora, que tiende al derroche sin resignar precisión. Algunos ejemplos al azar: “El aire se volvió ligero y resplandeciente como una gasa plateada”, “Como un astrolabio de plata, el cielo descubría el mecanismo de su interior en esa noche hechizada y exhibía en evoluciones interminables las matemáticas áureas de sus ruedas y engranajes”. También hay momentos epifánicos o de pura contemplación, donde la mirada parece hacer silencio y entregarse al paisaje en una inmediatez sin ornamento: “La espesura enmarañada de las hierbas, yuyos y cardos crepitan en el calor de la tarde. La siesta del jardín resuena con el zumbido de las moscas. El rastrojo dorado grita a sol como la langosta colorada, los grillos cantan en la intensa lluvia de fuego, las vainas explotan en silencio como saltamontes”.
Conjunto de cuentos, novela episódica, autobiografía descentrada o, en palabras del autor, “genealogía espiritual”; inútil encasillar libros así. Como dice un verso de Wallace Stevens: “Una mitología crea su región”. La espléndida traducción de Enrique Mittelstaedt, editada por Dobra Robota, es la primera versión directa del polaco al español rioplatense. Mientras esperamos la edición del segundo volumen de relatos de Schulz —Sanatorio bajo la clepsidra—, habitemos una vez más el tiempo desplazado de la errancia de las formas.
Bruno Schulz, Las tiendas de color canela, traducción de Enrique Mittelstaedt, Dobra Robota, 2015, 150 págs.
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