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En uno de los textos de este libro de Jim Dodge surge, sin que ningún lector lo espere, una especie de máxima literaria que, desplazada de toda preceptiva, siempre podrá ser sometida al escarnio de las represalias: “La magia no es la manipulación de las apariencias. / Es la apropiación de lo real”. De esa manera se comporta el sujeto que describe sus movimientos hacia adentro en Lluvia sobre el río, tanto en poemas como en narraciones, lo mismo si se tratara de un mecanismo de expropiación del instante. Y ese momento, esa fugacidad sin pasado de estos textos, propone el rescate de un primitivismo espasmódico ligado al arquetipo del cazador, a la manera de un viaje intrauterino con relojería controlada. Un cazador que trabaja con el tiempo para poner al tiempo visible, aunque se trate del instante de la captura de un pez o la enumeración de los habitantes de su espacio personal, que es el lugar donde ocurren los fragmentos de un recuerdo recortado (pero ¿qué recuerdo no se comporta como materia amputada?), a la manera de un fotograma de un documental o una ficción. En la frase del principio está el procedimiento expuesto de estos textos de Dodge: sacarle al sustantivo todo lo que pueda degradarlo con una innecesaria adjetivación. Es decir, la magia de estos poemas y prosas aleja la apariencia, incluso en el sentido aristotélico, porque se trata, justamente, de la captura de lo real como sujeto que transita la historia concentrada de un momento, sin ponerla a prueba, sólo tomarla como antídoto para la melancolía. Y por ese motivo se puede decir que este trabajo forma parte de un fotograma, porque da la impresión de que Lluvia sobre el río está edificada de una materia para ser filmada. La manipulación acerca el artificio; la apropiación lo desarma.
Al referirse a su película París, Texas, el cineasta alemán Wim Wenders revelaba que, cierta vez, durante la concepción de ese film, cayó en la cuenta de que “la historia es como un río y que, si te atrevías a navegar por él y confiabas en el río, el barco sería arrastrado hacia algo mágico”, lo cual significa que dejarse arrastrar hacia la magia es una forma de captura de pantalla de los hechos, que se comporta como sucesos inesperados que le ocurren a cualquier persona. Para Jim Dodge la magia también es aquello inesperado, mientras que la imaginación es la construcción de lo no previsto, pero transformada en verosímil. Y los poemas y prosas de Lluvia sobre el río traman ese puente invisible entre la historia imaginada como efecto de la realidad y esa realidad propuesta como relieve íntimo y reflexivo, mientras transcurre el tiempo como el curso de un río que se detiene sólo cuando se congela. En el poema titulado “El túnel”, uno de los más bellos y elaborados de este libro, Dodge afirma que “El poema acaba cuando el sentimiento desaparece”. El poeta no habla necesariamente del momento del comienzo y fin de un texto como el destello repentino, fugaz, de una iluminación emotiva que lleva a escribir una parcela de la obra, aunque todo poema, a veces, se asemeja a la ilusión de una totalidad. En “El túnel” refiere al fin del trabajo estético como la vida útil del asombro cuando es interceptado por una naturaleza que lo rodea y que le es suficiente. Tal vez sea un poema cuyo programa se cumple en los demás textos, como si derramara y los tiñera, incluso a los de corte narrativo, donde Dodge impone su mirada brutal, absurda e imaginativa como ninguno, y en el que los seres del pasado deambulan como fantasmas precisos del telón familiar. En ese aspecto, el recuerdo permanente, doloroso, y a la vez divertido y desopilante (como en el relato-crónica “Bañando a Joe”) tiene como protagonista a su hermano Bob, al que invoca cada vez que las piezas de este libro se sumergen en aguas filosóficas y contemplativas. Allí hay un punto donde se muestra palmariamente el mecanismo de escritura de Dodge: mientras que su prosa, en Lluvia sobre el río, es un concentrado fulminante de sus novelas, en los poemas trabaja un doble movimiento entre la percepción directa del otro y la especulación filosófica. En este último punto, Dodge se emparenta con el último Kenneth Rexroth (al que sin duda le debe bastante, no tanto en la escritura sino en la propulsión ideológica de sus palabras), aunque a diferencia del autor de Sacramental Acts, nuestro escritor pone en juego una crudeza que en el transcurso de la escritura va diseminando hacia diferentes puntos de ataque.
La noción del tiempo es determinante en los tópicos que frecuentan estos poemas y narraciones de Dodge: son esos ríos que “no corren hacia arriba”, como asegura en el desarmante texto “Justo a tiempo”, donde trabaja una ternura ralentizada como si fuera la dosis adecuada para el dolor que lo atraviesa. No se trata de un libro melancólico en sí mismo, sino de la proporción necesaria de una reconstrucción de los sucesos personales, que son irrepetibles. Y como recuerda el mismo Jim Dodge, en palabras de su hermano Bob: “A la mierda el pasado. / Eso ya pasó”.
Jim Dodge, Lluvia sobre el río, traducción y prólogo de Antonio Rómar y Pablo Mazo Agüero, Salto de Página, 2020, 160 págs.
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