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Lo que más me gusta son los monstruos

Emil Ferris

OTRAS LITERATURAS

El grotesco trazo de birome nunca fue empuñado de manera tan consciente —¿conceptual?— como en Lo que más me gusta son los monstruos, debut celebrado y, sí, monstruosamente contundente de Emil Ferris (Chicago, Estados Unidos, 1962). La rareza de la veteranía amateur de la autora, su discapacidad por la picadura de un mosquito batallada a fuerza de dibujo y la demora en la edición del libro causada por la quiebra de la empresa de fletes navieros chinos que lo transportaba parecen acoples a la extrovertida celebración de lo extraño del volumen: la afición freak por los pulp de clase B y las obras de arte románticas y simbolistas, el sentirse distinto en alma, cuerpo, piel y sexo, la vida en un hogar de mala muerte y hasta la prostitución judía en la Alemania nazi encuentran su lugar redentor en el simulacro de cuaderno —mezcla de ready-made, collage y diseño pop— que supone esta novela gráfica devenida suceso de canonización instantánea.

Al menos hasta su primera mitad, la proeza de Ferris se revela una emocionante maravilla: despliegues en viñetas y a página completa de rostros y arquitecturas a base de tramas, claroscuros y rayones en blanco y negro y ocasional color sobre renglones permanentes despiertan una vivacidad inusitada, un equilibrio apasionante entre lo acabado e inacabado, lo bello y lo ominoso, la pinacoteca y la caricatura, la desfachatez clandestina de grafismo escolar y la destreza lujosa de buena alumna, que debe a Daniel Clowes, Berni Wrightson, Tim Burton y Lynda Barry difusas lecciones.

Equivalentes elogios se aplican a la narración, en tanto Ferris encastra argumentos, prosas y diálogos con solvencia literaria para animar una poética “Frankenstein” que en otro contexto resultaría un zafarrancho. La historia está contada a manera de diario historietístico por la actual Karen Reyes, que se representa a sí misma como una niña-lobo colmilluda. En la Chicago tenebrosa y políticamente agitada de la década de 1960, la protagonista de ascendencia latina —versión dark de Oscar Wao— se propone resolver el asesinato de su hermosa vecina Anka, de la que son sospechosos todos los habitantes del edificio incluyendo a su controladora madre y a su tatuado hermano adicto al sexo. Asumida detective con su gabardina y sombrero, Karen será también, puertas afuera, timón de subtramas —puntuadas por fascinantes copias de tapas de revistas bizarras— que incluyen el bullying, el enamorarse de una amiga, visitas al Art Institute y la efervescencia del jipismo y los movimientos de lucha por los derechos civiles con Martin Luther King y John F. Kennedy como trágicos estandartes.

Pero será el pasado de Anka el que tome por asalto buena parte del guion mediante una grabación de casete que Karen escucha con la complicidad doméstica del desolado marido jazzista de la fallecida: una historia dentro de la historia del período expresionista berlinés con burdeles sórdidos, subsuelos satánicos, bosques de fábula y trenes de destino genocida que inclina la balanza hacia un desaforado exceso del que la segunda porción de Lo que más me gusta son los monstruos es desinflada consecuencia. El monstruo clásico se vuelve folletinesco y, sin satisfacerse con las cuatrocientas páginas que lo componen, se disuelve en la promesa de una futura entrega con su personaje más adulta y viejos y nuevos arcos narrativos por resolver. Criatura única, ya aceptada por los suyos, a Ferris sólo le queda seguir ostentando un paso errante y feliz.

 

Emil Ferris, Lo que más me gusta son los monstruos, traducción de Montserrat Meneses Vilar, Reservoir Books, 2018, 416 págs.

30 May, 2019
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