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Con material de ficción y datos históricos fehacientes, Los Once cuenta el encargo de un cuadro ficticio a un pintor también imaginado, François-Élie Corentin, en la noche del 5 al 6 de enero de 1794: debe retratar a los once miembros del Comité de Salvación Pública, órgano ejecutivo creado a cuatro años del inicio de la Revolución Francesa y dos meses después de la ejecución del rey. Por hacerlo recibirá una cuantiosa suma de dinero, como cobraba en sus mejores tiempos, los de Madame de Pompadour. Puede pintarlos como quiera, pero deben verse en una sesión fraterna. Las exigencias son de otra índole: el lugar central del cuadro debe reservarlo a Robespierre, Saint-Just y Couthon, en tanto que los demás miembros del comité deben aparecer como mero séquito.
El compromiso le exige extrema rapidez y mantener la tarea en secreto y la obra escondida hasta que se la soliciten. “Es un encargo político”, opina el narrador-guía del Museo del Louvre, quien observa que, si bien durante aquel año llamado del Terror, los ortodoxos de Robespierre, los moderados de Danton y los exagerados de Hébet querían la misma república con mínimas diferencias, fueron el cansancio y la sed de muerte los que impusieron la guillotina.
El cuadro se le habría ocurrido a Jean-Marie Collot como un comodín en las cartas del destino: si Robespierre caía, sería visto como el tirano de once cabezas que era, pero si tomaba el poder en forma definitiva, el cuadro representaría la apoteosis de su grandeza.
Pierre Michon situó el relato en una década crucial de la historia de Francia y eligió la ejecución de una pintura que pudo convertirse en una obra maestra del Louvre. Para su autor, es el pretexto que le permite debatir con la Historia, principalmente la que narró Jules Michelet, el historiador de los manuales franceses, a quien esta pintura habría conmocionado tanto como para dedicarle doce páginas de su relato sobre la Revolución Francesa. Desde su óptica anticlerical —postula Michon—, el gran historiador habría engañado a sus lectores mostrando esta escena como lo que no fue: una “sagrada” cena laica.
Con todo, Los Once es un texto de ardua lectura, con un comienzo complejo e impreciso, profuso en citas, a la manera de Borges, a quien Michon admira. La primera de las dos partes en que está dividido el libro aborda los orígenes de Corentin en Orleáns, durante el Antiguo Régimen. Corentin es nieto de un campesino de Limoges, que luego es comerciante y explota a otros pobres como él mismo. Su hijo, el padre del pintor, tiene ambiciones literarias y para seguirlas abandona el hogar. El nieto, François, no cree en el trabajo sino en la creación y aprenderá a pintar con Tiepolo y Veronese. Una síntesis de la evolución cultural de Francia en la que lemosín, nativo de Limoges —la región agrícola de la que proviene Michon—, se convierte en sinónimo de oprimido. La segunda parte aborda la noche en que Corentin pinta el cuadro, con profusas reflexiones sobre la Historia: el contexto del Terror se universaliza, los once miembros del comité representan la violencia, la guerra, el desmedido apetito humano y, sin lugar a dudas, la manipulación de los hechos. Como dice el narrador-guía: “Todas las cosas reales existen varias veces, tantas veces quizás como individuos hay en este mundo”.
Por la proliferación y cierto enmarañamiento narrativo, la traducción debió de ser una tarea compleja, aunque bien resuelta, como es habitual en María Teresa Gallego Urrutia.
Pierre Michon, Los Once, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, 2019, 144 págs.
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