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Puede resultar banal y hasta ofensivo, no obstante, además de la destrucción de miles de vidas, la fisión del átomo produjo una creciente desconfianza hacia el progreso técnico. El logro de lo que hasta ese momento se consideraba imposible —la utilización de la energía nuclear con fines pragmáticos— dividió no sólo a la comunidad científica. Por entonces, la ciencia ficción, género que en sus inicios estuvo asociado al consumo de masas, y que no sólo acompañó sino también bocetó los sueños de la razón tecnocapitalista, comienza a hacerse nuevas preguntas a la vez que incorpora saberes de otros campos. De esta manera, despunta el período que se conoce como la edad de plata de la ciencia ficción; algo así como la brecha que existe entre Asimov y Ballard, por ejemplo. En esos años, más precisamente en 1953, Theodore Sturgeon publica Más que humano, su obra más emblemática y lectura obligada no sólo dentro de los confines del género. Como no podía ser de otra manera, Paco Porrúa la tradujo enseguida para Minotauro amparado en uno de sus tantos seudónimos. Y recientemente, Fondo de Cultura Económica la reeditó en una nueva versión.
Sturgeon fue un cuentista nato que si se aproximó a la novela fue a partir de la costura de piezas breves. Sin ir más lejos, Más que humano está compuesta por tres partes, la segunda de las cuales (“El bebé tiene tres años”) había sido publicada algunos años antes como relato independiente, al que luego añadió capas para modelar una narración fix-up. Paradójicamente, este engranaje replica la idea central del argumento, que trata de un grupo con la capacidad de formar una entidad superior a partir de la unión de sus poderes individuales. La primera parte, “El idiota fabuloso”, discurre en torno a un indigente de veinticinco años que posee el don de la telepatía y cuya existencia se desliza entre destellos de luz y sombra puntuados por la necesidad. Basta con que dirija la mirada hacia alguien para, sin saber cómo ni haber podido formularlo interiormente, obtener lo que desea. La comunión fortuita con una muchacha en un entendimiento por fuera del lenguaje despierta algo en él, pero al no poder nombrarlo, se diluye. Con el tiempo, una pareja de granjeros lo adopta como el hijo que siempre quisieron. Vive ocho años allí, durante los cuales aprende los rudimentos del lenguaje y el trabajo físico, hasta que la mujer queda embarazada y él, captando que sobra y sin mediar emoción alguna, parte a vivir al bosque. Más adelante, se topa con una chica que mueve objetos con su pensamiento y con dos gemelas revoltosas que pueden transportar su cuerpo a voluntad. Juntos forman una comunidad paranormal que recién estará completa cuando adopten al bebé de los granjeros. La segunda parte transcurre durante la consulta psicoterapéutica de un huérfano de ocho años que intenta reconstruir los hechos reprimidos de su vida a la vez que toma conciencia de sus dones telepáticos. Luego de la muerte accidental del idiota, el niño ha ocupado el lugar de guía del grupo, pero tiene dudas acerca de su nuevo rol. La última parte, “Moral”, se empantana con disquisiciones algo toscas en torno a la moral y la ética, aunque ello no menoscaba la estimación global.
La idea de un grupo con capacidades paranormales es casi un lugar común de la época y la importación de hipótesis de la psicología de la Gestalt, parte de la creciente aquiescencia del género para emplear otros saberes disímiles de la racionalidad científica. Pero si la novela de Sturgeon tiene algún valor hoy, y claro que lo tiene, no es allí donde hay que buscarlo sino en la cadencia de la prosa, en su envoltura rítmica y atemperada, en la apacible presentación de los elementos de la trama y en la configuración de personalidades complejas a partir de unos pocos rasgos. Y, por encima del componente moral inherente al género, que a veces carga como un lastre y otras como un antídoto frente a la indolencia, predomina la elasticidad de un relato que, lejos de adscribirse a un casillero, bascula entre la presentación realista del fantástico y la holgura de la ciencia ficción.
Theodore Sturgeon, Más que humano, traducción de Víctor Altamirano, Fondo de Cultura Económica, 2020, 296 págs.
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