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El título enuncia la pesadilla de Asher, el protagonista de esta novela; también la del lector. Asher cuenta la escala descendente de una humillación cuyo testigo es el espejo. Narra, pero lo importante no es la peripecia –una sucesión de hechos tan banal como la vida de cualquiera que haya entrado en declive–; lo cardinal es el modo en que lo comparte con quien lee, invitándolo no sólo a su debacle, sino estableciendo un lenguaje no lineal, y aquí encontramos la originalidad de su confesión, que es más una reflexión gritada o susurrada frente al mencionado espejo, mejor si es el del cuarto de baño, que devuelve aquí una imagen arquetípica. No nos gusta vernos como nos verían desde el ángulo del desprecio, preferimos la compasión, parece decir Asher sin animarse a formularlo, porque hay en él un pudor recóndito, un rescoldo del fuego que inexorablemente perderá en esa contienda inevitable contra el tiempo que es la vida después de que la conciencia de la muerte se transforma en una espera. Asher pone, como quien dice, la cabeza en el soporte de la guillotina, acaso para acelerar lo inevitable; y el arma es un joven pariente inescrupuloso y su bella e inconsistente novia. Michael, el pariente, un tramposo que no elude decir siempre la verdad aunque mienta, cae sobre la debilidad de Asher como el filo de la máquina de matar, dándose forma como uno de esos raros personajes que producen repulsión auténtica, más allá del libro. Aurora, la muchacha, su aliada esclava, bella y desesperada, es la mujer de los sueños que no se cumplen; su informidad restituye en Asher las congojas que quiere olvidar. A la vez quiere recuperar su pasado, e intenta hacerlo en Nueva York, donde contrata a Michael como acompañante de paseos. Asher es un hombre para quien los trabajos desaparecieron poco a poco, cuyo teléfono dejó de llamar, un hombre, al fin, que ha visto a su mujer en brazos de otro. Una persona de más de cincuenta años, guionista de cine, que acepta lo que le ocurre pero no puede creerlo. Con este material, Hayes construye una novela inquietante y alcanza niveles de excelencia que –aun sin la perfección de Los enamorados, su obra maestra– podemos situar entre los grandes momentos de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.
Alfred Hayes nació en Inglaterra en 1911, pero vivió en Estados Unidos desde la infancia. Después de la Segunda Guerra Mundial trabajó en Italia, donde colaboró como guionista con Roberto Rosellini y Vittorio De Sica. Sus novelas y relatos cortos son resumen de las cualidades de una narrativa estadounidense contemporánea: concisión formal, control de la melancolía, economía léxica y convicción. Un escritor eminente.
Alfred Hayes, Mi perdición, traducción de Martín Schifino, La Bestia Equilátera, 192 págs.
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