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Es un lugar común que los escritores requieren de libertad para prosperar en su arte y la afirmación no carece de verdad, pero tampoco hay que ignorar el rol de las constricciones y dificultades. Primero está la necesidad de comunicarse con quien lee —hay que escribir en un lenguaje que pueda entender y, por ende, seguir las reglas de sentido, vocabulario, ortografía y gramática de la lengua en cuestión, aunque sea mínimamente—. Y ahora que hemos introducido a quienes leen en la ecuación, de repente tenemos que pensar en sus gustos, prejuicios, capacidades, etc. Tiranos que somos, como los científicos y sus observaciones, al leer condicionamos los textos antes de que una palabra haya sido escrita. Pero ese roce también puede ser extremadamente fructífero, ya sea cuando la voluntad es complacer —planeaba escribir una obra sobre la ambición, pero me dicen que al rey le gustan los cuentos de brujería, bueno, Macbeth, hubble bubble— o, al contrario, subvertir —voy a escribir una de las grandes novelas norteamericanas, obvio que mi protagonista tiene que ser abusador de niñas—. Y ni hablar de lo que se puede hacer con las ya mencionadas reglas del lenguaje… La libertad artística muchas veces depende de los impedimentos existentes; es una de sus paradojas fundamentales.
Dicho todo esto, convengamos que lo ideal nunca sería tener que complacer a un matón brutal como Josef Stalin. Esa, sin embargo, fue la triste situación de Andréi Platónov en la década de 1920, cuando se proponía ser escritor y, de manera predecible, no le fue bien. Temprano en su carrera ganó el desprecio de Stalin o de alguno de sus subalternos y nunca llegó a publicar un libro. Aparentemente sólo se salvó de los gulags o de algo peor gracias a su amistad con varias figuras importantes de la escena literaria.
Leyendo Moscú feliz, uno empieza a tener una idea de cómo surgieron estas enemistades y camaraderías. A partir de una sucesión de episodios más o menos delirantes montados en la Rusia comunista de los años treinta, con un elenco de personajes que creen fervientemente en el proyecto nacional, la novela está llena de escenas y pasajes memorables, pero también peca de una incoherencia digna de los movimientos vanguardistas y las pasiones melodramáticas —y megalomaníacas— sacadas de la literatura decimonónica. Así como tenemos la imagen extraordinaria de una paracaidista, la Moscú del título, una huérfana de la revolución así llamada por la ciudad capital, que cae a tierra en llamas porque durante la prueba de un nuevo modelo de paracaídas se aburrió y decidió encender un cigarrillo, también tenemos varias páginas que describen la búsqueda “frankensteineana” de un médico que cree que el elixir de la vida existe en alguna parte de los fluidos de sus pacientes poco afortunados.
En el prólogo, Juan Forn cita a Máximo Gorki, uno de los admiradores de Platónov: “Nunca lograrás publicar porque hay algo anárquico en todo lo que escribes, algo que es evidentemente central en tu carácter: retratas la realidad bajo una luz farsesca que es inaceptable”. El mundo de Platónov parece estar signado por esta tensión: por mucho que se esforzara —y la novela da buena razón para dudar de su fidelidad a la causa, de manera subconsciente por lo menos—, no supo fingir la disciplina ideológica y narrativa que requería el social-realismo. Desafortunadamente, en su país y en esa era, ese género era el único juego existente. La suya fue una tragedia de la incompatibilidad.
Con la mirada puesta en esta novela, ¿se pueden entender los elogios de sus contemporáneos? Sí y no. Moscú feliz está lejos de ser una obra maestra, sus fallas son demasiadas, pero tiene momentos absolutamente únicos (por ejemplo, el “Cuento de una niña sin padre y sin madre”), fragmentos que rebosan de una potencia y una originalidad extraordinarias, que sí necesitaban de la libertad para prosperar.
Andréi Platónov, Moscú feliz, traducción de Alejandro Ariel González, Tusquets, 2021, 176 págs.
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