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Niño quemado

Stig Dagerman

OTRAS LITERATURAS

A Stig Dagerman le gustaba usar el futuro simple en sus narraciones, no tanto como sistema o rudimento formal, sino más bien como una chispa de presagio en el imperio del presente. Lo primero que sabemos de Niño quemado es que, a las dos de la tarde, en apenas unas páginas, enterrarán a una mujer. El reloj que corre a partir de ese momento, que venía corriendo antes incluso de que se abriera el libro, en realidad es una cuenta atrás. No hay escapatoria, no puede haberla. La novela que sostienen nuestras manos ya ocurrió.

Además del futuro simple, o quizás a causa de él, a Dagerman también le gustaba explorar los porqués de las inocencias condenadas. En “Matar a un niño”, relato perfecto que el sueco produjo en 1948, año de publicación de la novela que ahora se reseña, no se cuenta otra cosa que lo que el título promete. Que de todos modos el relato aturda y conmueva reafirma que la impredecibilidad anecdótica es una exigencia de menesteres que poco y nada tienen que ver con la literatura.

Pero, decíamos, a las dos de la tarde enterrarán a una mujer. Madre de Bengst, esposa de Knut, la señora Lundin almacena los ideales y resentimientos de los otros dos. Su sombra se extiende sobre los demás personajes femeninos: la asustadiza Berit, prometida del hijo, y la metamórfica Gun, que entra en escena como amante del padre y poco a poco empieza a ganar otros espacios. Mientras que Bengst es un chiquillo de veinte años, envase de unos cuantos complejos irresueltos, Knut es lubricidad pura, un seductor por el que el hijo siente tanto odio como admiración. Hasta cierto punto, mientras Gun se mantiene en segundo plano, limitada a un rol que se expandirá recién en el último tercio de la novela, Niño quemado se electrifica casi exclusivamente a partir de la relación tortuosa entre el huérfano y el viudo, seres incompletos que buscan distintas cosas en las mujeres que continúan o entran en sus vidas.

Borrascosa e indecisa, la novela se propulsa con una fuerza que no siempre le juega a favor. Las cartas que Bengst garabatea entre capítulos —muy especialmente aquellas dirigidas a sí mismo— son un recurso avejentado y artificioso que diluye el misterio en defensa de un perspectivismo más redundante que polifónico. La tensión de la acción directa es mucho más efectiva. Cuando Bengst y Knut se persiguen por los barrios obreros de Estocolmo, ejercen violencias sobre animales pasivos, acarician los vestidos de la mujer enterrada o juguetean con sus medias y sus zapatos, la prosa de Dagerman se adelanta a las maquinaciones de escritores que vinieron después: el Handke de Los avispones, el Pinter de El amante.

Si Niño quemado no es una novela del todo consistente, algo tiene que ver la juventud de su autor. Tras rematar algunos cuentos notables y cubrir demasiada guerra como reportero, Dagerman fraguó su mito suicidándose a los treinta y un años. Él mismo diseñó su futuro al martillar páginas con frases duras como piedrazos, que obligan a preguntarse por el genio potencial que se hundió en la entropía. En una escena ardua, padre e hijo se embriagan en la cocina de la casa que comparten: “En cierta manera lo entiende. Y en cierta manera también el hijo entiende al padre. Se quedan los dos ahí sentados, y entienden. Luego brindan una vez más por haber entendido”. Lo que ninguno de los dos nombra es el riel que los empujará a dolores más profundos, que hará con ellos ni más ni menos que lo que estaba planeado.

Stig Dagerman, Niño quemado, traducción de Neila García, Nórdica, 2021, 292 págs.

29 Dic, 2022
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