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“Una connoisseur de la catástrofe”: así describió John Banville a la autora atribulada de Noches azules. El diagnóstico no podría ser más certero. Joan Didion multiplicó lecciones de tinieblas en cinco novelas de una escabrosidad típicamente norteamericana y en una serie de crónicas electrizantes que fueron una revolución dentro de la revolución del Nuevo Periodismo. Al modo de una ironía última, también pudo volcar ese saber amargo en los libros autobiográficos donde cuenta las calamidades que pusieron fin a la vida que compartió con el escritor John Gregory Dunne. Si en El año del pensamiento mágico (2005) describía el vacío que siguió a la muerte súbita de su esposo, en Noches azules (2011) nos relata la muerte de su única hija adoptiva. Obsesivo, machacón, el primer volumen de este díptico involuntario estaba atiborrado de precisiones farmacológicas y meditaciones existenciales, y a sus páginas las apagaba el prosaísmo de la desgracia. En Noches azules, en cambio, Didion se adentra en el desconsuelo para arribar a una poética que, mal que les pese a los psicoterapeutas, solo cabe atribuir al absoluto fracaso del trabajo de duelo: una prosa lúcida y serena, rica en perplejidades y de una elegancia autolacerante. Lo mismo que en sus extrañas novelas, ciertas frases van y vuelven, recurrentes como mantras malignos. La repetición y la anáfora apuntalan esta especie de minimalismo desquiciado que encuentra en el punto y aparte el único aire donde un yo lastimado puede malamente respirar. Poco lirismo hay en estas estampas que evoca una memoria aterida: lo que predomina es la reflexión contrafáctica o la duda retrospectiva, no las veleidades de un recuerdo que se pretende tautológico a lo vivenciado. El resultado es un librito didáctico, moralizante incluso, el reverso exacto de la consolatio latina, pero también del exhibicionismo posmoderno de tantas lacras conjugadas en primera persona; menos un recordatorio de las pérdidas ya irreparables que el memento de aquellas que sobrevendrán. Porque a los que sobrevivimos, parece enseñar, la vida no tarda en volvernos tanatólogos. Una vez más, Joan Didion logra eludir un género obsceno –la autobiografía como excusa para inventariar las propias desventuras– y se las ingenia para cuestionar de un modo honesto los años idos. Ejercita así la memoria no tanto en la resurrección elegíaca de un pasado muerto como en el padecimiento de mil conjeturas que, sin recobrarlo, dejan ese pasado brillando como una brasa viva.
Joan Didion, Noches azules, traducción de Javier Calvo, Mondadori, 2012, 150 págs.
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