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Las oblicuas epifanías que M. John Harrison barajó en sendos trípticos que desarticulan a la vez que expanden las acotadas mallas genéricas adquieren en Nova Swing (traducida en 2007, pero recién llegada a estas costas) una tonalidad peculiar. De los fulgores halógenos del hojaldre cuántico de Luz al granuloso blanco y negro del noir desastrado, no sólo hay una variación lumínica, sino un cambio de escala.
Décadas después de que Ed Chianese ingresara en la singularidad espacio-temporal del Canal de Kefahuchi, una perturbación en su interior ha provocado que fragmentos de materia abstrusa se desplomen en la ciudad de Saudade con el efecto de que el otrora insondable misterio del cosmos deviniera hipermercado de baratijas espaciales. A pesar de estar vedado el acceso a la zona del evento, existe una lucrativa industria clandestina montada alrededor. Tipos como Vic Serotonina ofician de guías turísticos para recorrer la zona sin los riesgos de implicarse subjetivamente en la experiencia, y de paso chafarse algún artefacto singular. Lens Aschemann, un policía que modificó su apariencia para semejarse a Albert Einstein, comanda la división encargada de controlar el tráfico de esos objetos. Si bien hay una relativa tolerancia y camaradería entre ambos, crece la sospecha de un tráfico inverso: de la zona brotan seres que imitan los estilos y patrones de consumo de los humanos y que se esfuman sin dejar rastro alguno. No son los únicos que parecen vivir una existencia prestada: cada personaje anhela o se aferra a un punto desplazado en el tiempo en el que será o podría haber sido algo diferente de lo que es en este presente que se le escurre con modorra e indolencia. La elección de los nombres trasunta un carácter levemente performático, cuando no irónico. “Saudade”, sin ir más lejos, es una palabra portuguesa cuyo rango semántico congrega el nebuloso anhelo de recuperar algo o alguien que pudo nunca haberse tenido o siquiera haber existido.
En este futuro tan remoto que se parece a nuestro pasado, la parafernalia futurista (cultivares, rickshaws, monas, operadores sombra) es matizada por el revival acrítico de una estética cincuentosa. “Lo retro —dice Mark Fisher— ofrece la promesa rápida y fácil de una variación mínima sobre una satisfacción que es familiar”. La imposibilidad de forjar una representación estética de la propia existencia comporta la celebración del anacronismo como claudicación ante la cancelación temporal del futuro. Afectos a exhumar despojos de otras civilizaciones, los personajes de Harrison atesoran como reliquias artefactos cuyo origen y función se pierden en el impenetrable archivo del cosmos. La caótica topología de la zona, sin ir más lejos, aglutina y trastoca el paisaje que se ofrece único e irrepetible para cada observador. Los mapas que prometen la fiel cartografía de su esquiva silueta se tornan estériles apenas uno se adentra. La zona se vuelve irrepresentable porque quien ingresa antepone el anhelo de recuperar lo que supone haber perdido. Sólo los gatos, seres diestros en trasegar umbrales, pueden ingresar y salir sin consecuencias.
La construcción enclenque de la ciudad, hecha a partir de retazos (Harrison no ha cejado en sus críticas virulentas a la delimitación compacta del mundo ficcional), ciñe el discurrir de la intriga casi con exclusividad a dos bares y la zona del evento. Frecuentemente, muda el foco de la acción para habitar los tiempos muertos de la espera o el espacio contiguo a la toma de decisiones. Cerca del final, despacha a los protagonistas en una maniobra que revela el doble especular que representan los relevos, que en sus fantasías de escape y prosperidad reproducen la vulgata publicitaria. Pero sobre todo postula que el verdadero interés de Harrison no radica en el registro de los géneros, sino en la brecha que rasga entre ambos.
Y ni siquiera eso, porque Harrison trafica otras ambigüedades. Del amplio abanico de posibilidades que la técnica aliada al capital ofrece cultivar, la apariencia en consonancia con el deseo es de las que más adeptos congregan; que los sujetos abonen fantasías indistinguibles unas de otras no es una ironía menor. Los sueños formateados son prótesis de un otro. Asumir algo como propio sin rifarlo a los vectores estandarizados del deseo es lo que en los personajes de Harrison apenas despunta. No son ejemplos. Son errores de los que hay que estar advertidos.
M. John Harrison, Nova Swing, traducción de Manuel de los Reyes, Bibliópolis, 2007, 224 págs.
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