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Hace ya media vida, cuando trabajaba para editoriales independientes en Londres, me entretenía con un juego travieso a la hora de escribir los textos de contratapa; buscaba frases tan sucintas y memorables que indefectiblemente aparecieran en las reseñas subsecuentes. Era un juego divertido y, si tomamos en cuenta la cantidad de veces que acerté, un poco desalentador.
La editorial Leteo parece haber extendido y potenciado ese juego: cada una de sus ediciones en las colecciones “Rescates”, “Narrativa” y “Diwan” aparece con prólogos de una erudición y relevancia impresionantes. El problema para el reseñista es que no le dejan mucho más que decir. En el caso de esta nueva edición de Odile, de Raymond Queneau; el prólogo está escrito por el inimitable Rafael Cippolini, y de yapa, a la narrativa le sigue una conversación entre Queneau y Marguerite Duras y una cronología exhaustiva de la carrera del gran oulipiano. Así que me rindo: si el lector está buscando las claves de lectura de Odile, más el contexto en que fue escrita y la relevancia para sus obras posteriores, lo dirijo a estos textos estimables. Aquí me limito a compartir una impresión humilde de lectura.
Primero, aquellos lectores que estén buscando las pirotecnias lingüísticas por las cuales Queneau se hizo famoso no tendrán suerte aquí. O no mucha, por lo menos. Aunque Cippolini tiene razón en señalar que muchos de los temas que marcaron la carrera del escritor ya están presentes en esta y otras obras tempranas, después de un comienzo juguetón y políticamente crítico que trata de unas experiencias confusas como soldado colonialista —“Más tarde hubo gente que me dijo que era imposible nacer así, a los veintiún años, con los pies en el barro… y sin embargo es totalmente cierto…”—, lo que sigue es una narrativa sorprendentemente convencional. Y diría más: es una sátira de estilo bastante inglés, algo que podrían haber escrito Orwell o Waugh.
Claro está que la escena satirizada es francesa por antonomasia: la del surrealismo experimentado por Queneau en el período de entreguerras. Un matemático aficionado, Roland Travy, el exsoldado mencionado, con aires más bien existencialistas, cae en los círculos surrealistas y específicamente en un grupo liderado por un tal Anglarès, un retrato no muy velado de André Breton. La otra trama es una especie de no historia de amor entre Travy y la epónima Odile, amiga de varias figuras del bajo fondo parisino, pero en verdad hija de la burguesía francesa provinciana, como el mismo Travy. Cippolini identifica a Odile de manera persuasiva, como símbolo de varias de las búsquedas artísticas de Queneau, inicialmente señalado por el juego de palabras “le crocodile croque Odile”, pero también sospecho que en esta etapa temprana de su carrera Queneau pensaba que necesitaba alguna especie de estructura sobre la que colgar sus ataques. En todo caso, las partes más divertidas del libro son aquellas donde Queneau pone en ridículo los esfuerzos de Anglarès y sus asociados por combinar metas revolucionarias con ideas esotéricas, desde el espiritismo hasta la identificación del “subconsciente de la matemática” (de allí su interés en Travy).
Hay muchas escenas memorables —la novela está traducida con maestría por Pedro B. Rey; es de esperar que también pueda hacer algunas de las obras mayores de Queneau en el futuro—, pero para mí el punto alto es cuando se presenta Anglarès, con toda seriedad; olvidamos que el surrealismo y sus muchas ramas se tomaron muy en serio la lista de grupos afiliados con una de sus iniciativas: veinticinco nombres empezando por “los polisistematizadores” y terminando con “los sindicalistas antimasónicos iniciados”, con el agregado, claro está, de “treinta y una agrupaciones belgas”.
Raymond Queneau, Odile, traducción de Pedro B. Rey, prólogo de Rafael Cippolini, Leteo, 2020, 230 págs.
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