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Se trate de Anthony Powell, Vivaldi o Kim Ki-duk, el artista que encuadra su obra en el devenir de los ciclos climáticos lo hace sabiendo que las estaciones espejan los estados íntimos, la serie perpetua de unas piezas emocionales que se retroalimentan, se contraponen y van juntas sólo en la medida en que cada una se agote primero a sí misma. Ali Smith lo supo desde el principio: lo supo y actuó rápido. Si algo se puede decir de su Cuarteto estacional, acometido y publicado al calor de las turbulencias que vienen amontonándose del Brexit para acá, es que captura su tiempo a la vez que le fija los bordes y materializa la foto de época de la que quizás se servirá el futuro para comentar estos años revoltosos y todavía impredecibles.
La estrategia de Primavera —de todo el cuarteto, en realidad— es la proliferación botánica de recursos y discursos. Interpelando al lector, incrustando monólogos de un narrador que es todos y es nadie y por eso no se pone límites en la velocidad con que reproduce mensajes de odio, exigencias del consumismo tardío, posverdades e insultos surgidos de la red social del infierno —el nuestro, el único que existe—, la escritora escocesa construye un mosaico cuyas partes no encajan porque el presente al que aluden tampoco lo hace. Nada armoniza en un mundo que grita mientras rueda por el barranco, y esa desarmonía debe ser registrada cuanto antes. Gesto clásico, si se corre del foco la desfachatez de la prosa: novela y acta, denuncia ficcionalizada y hasta por momentos fórmula explícita y desesperadamente esperanzadora, porque después de todo lo único que podrá salvarnos será la empatía.
Otra vez, como en Otoño e Invierno, los dos primeros libros de la tetralogía que cierra el inevitable Verano, la fuerza de la trama nace del platonismo de un puñado de relaciones. Richard Lease, cineasta cuyos mejores años ya son cosa del pasado, tiene ante sí la posibilidad de volver al ruedo con una película acerca de un romance tan tórrido como falso entre Katherine Mansfield y Rainer Maria Rilke, quienes supieron coincidir en una aldea suiza durante algunas semanas de 1922, año seminal para la cultura de Occidente. Mientras Lease intenta reorientar el adefesio de guión que le pasaron, la novela se puebla de diálogos con dos mujeres que son una: una niña imaginaria —relevo insuficiente de la hija abandonada— y la moribunda Paddy, que siempre sabe dónde está el corazón de la historia. El afecto que hace circular este trío disgregado en pares se multiplica en las conversaciones que mantienen una guardia de un centro de detención de inmigrantes y una segunda niña extranjera, Lease y esa segunda niña —a la vez más real y fantasmagórica que la primera—, Lease y la delegada de una suerte de Underground Railroad que opera en suelo británico.
Para cuando Primavera deriva en un viaje místico hacia la Escocia gaélica, la atmósfera de intolerancia y la vecindad del caos ceden un poco. Lo único que queda es un nada casual cuarteto de personajes que se reparten los espacios dentro de una furgoneta desvencijada. Traducida con chispa por Magdalena Palmer, la novela de Smith empuja su universo hipertrofiado hacia una región más cálida, más serena y benigna, la misma región que ojalá nos espere a todos y todas al final de este lío sin héroe que venimos llamando siglo XXI.
Ali Smith, Primavera, traducción de Magdalena Palmer, Nórdica, 2021, 288 págs.
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