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Lejos del oropel y el reconocimiento encandilado, condenada a ser siempre la otra, la escritora inglesa Elizabeth Taylor, tocaya de la actriz, esbozó en Prohibido morir aquí, su última novela, una fábula atemporal sobre la vejez. Editada en 1971 con el título Mrs. Palfrey at the Claremont, se suma ahora al catálogo de rescates inspirados de La Bestia Equilátera, en traducción diáfana del siempre solvente Ernesto Montequin.
A pesar de las pretensiones de su dueño, el hotel Claremont se ha convertido en la antesala del asilo geriátrico para un grupo de ancianos que aún conservan algo de autonomía de movimiento y otro tanto de lucidez mental. Laura Palfrey, viuda reciente, llega al hotel y se integra al elenco de residentes permanentes. Para estos, acostumbrados a escandir la abulia rutinaria repartiendo dardos mordaces, humor avinagrado y tirria antojadiza, el cuestionario de rigor sobre familiares y sus posibles visitas es uno de los blancos preferidos. La recién llegada tiene una hija viviendo en el extranjero y un nieto en la ciudad con el que mantiene una relación distante, lo que no impide que, fiel a su costumbre pasada de cultivar una imagen, refiera que pronto van a conocerlo. Por supuesto, el nieto no aparece, y cuando la señora Palfrey ya no sabe cómo resolver el dilema en que ella misma se ha metido, conoce por (literal) accidente a Ludo, joven y bohemio aspirante a escritor, a quien hace pasar por su nieto. Ambos comparten sus respectivas soledades, además de “un nombre ridículo”, y forjan un vínculo que tambalea armónicamente entre la ternura maternal y el leve chispazo amoroso. Ludo, por su parte, cree haber encontrado el material ideal para la novela que está escribiendo (cerca del final nos enteramos de que se titula Prohibido morir aquí, en referencia a un comentario de la señora Palfrey respecto del hotel, y tal vez sea la que hemos estado leyendo). Sin la mirada y el reconocimiento de los otros podemos ser libres —dice Taylor—, al precio del declive y la muerte. Para no arruinarle la faena al lector, citemos un par de frases que dan el tono y se atesoran como perlas: “Tal vez había heredado el sentido del deber de su padre y el que sólo lo sintiera esporádicamente, de su madre”; “a veces, cuando se ponía un traje de noche, parecía un general ilustre disfrazado de mujer”.
La economía de ambientes y el desarrollo de la trama mediante escenas empalman la novela a una comedia de situaciones. La falta de gags y risas enlatadas es felizmente suplida por una comprensión honda que respira vida (y soledad y muerte), y la leve pátina sepia que barniza ese Londres agitado de los sesenta la vuelve entrañable, porque más allá de los remilgos y celos mutuos, de la melancolía y los achaques del cuerpo, también hay lugar para la camaradería y el amor. Con lugar común incluido y todo.
Elizabeth Taylor, Prohibido morir aquí, traducción de Ernesto Montequin, La Bestia Equilátera, 2018, 256 págs.
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