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Las ideas que ciertos países se hacen de sí mismos muchas veces vienen de discursos históricos, momentos orquestados o espontáneos que señalaron destinos manifiestos y cambios en el devenir de guerras y depresiones. Estados Unidos tiene varios de esos —el de Lincoln, el de Roosevelt, el de Martin Luther King—, y quizás por ello, porque a los norteamericanos se les hace inevitable parir industrias de todo lo que les llama la atención, el acto de hablarle a la masa, así como el de ser partícula de la masa interpelada, se ha ritualizado en otros escenarios de la vida.
Las ceremonias de graduación son el ejemplo perfecto de esta afición por la soflama: la reunión no termina hasta que alguien no resume con intensidad poética las verdades durmientes en los corazones de todos y de todas. En la secundaria, del perorar se ocupa el mejor alumno de la camada, el mejor compañero o el más votado en los simulacros republicanos de la prepa. En la universidad, en tanto, la oferta se amplía e incluye la invitación a figuras externas a la casa de estudios.
Toma la palabra, así, Kurt Vonnegut. Que levante mi mano quien crea en la telequinesis reúne nueve discursos realizados entre 1978 y 2004 en los que se turnan la ironía y la reverencia por la juventud y sus instancias de pasaje, el carpe diem a paladas y demás tropos de este tipo de pregones. Las tácticas a las que Vonnegut recurre son las mismas que le dieron relieve como novelista. Sobra la mordacidad particionada en frases telegramáticas —“Habéis hecho de nuestra nación un sitio más fuerte y admirable con vuestra onerosa educación”—, los conceptos en apariencia sueltos, las narraciones internas formateadas como chistes y los comentarios liberales o reaccionarios que transformaron al nacido en Indianápolis en un representante ambiguo de la contracultura de la segunda mitad del siglo XX.
Otro humorista tenaz, el escocés Alasdair Gray, sentenció en una novela maravillosa que “cuanto más vasta es la unidad social, menos posible es la verdadera democracia”. Las preocupaciones recurrentes de Vonnegut giran alrededor de esa máxima. Crédito de tiempos difíciles, testigo y cronista de uno de los grandes horrores de la Segunda Guerra Mundial, el autor de Desayuno de campeones sabe que las ambiciones desmedidas de su patria —y de otras como ella— causaron el desorden cada vez más acuciante del planeta: “Queridas generaciones futuras, aceptad por favor nuestras disculpas: rugíamos borrachos de petróleo”. Si el propósito de los discursos de graduación es dar la bienvenida a opulentos jóvenes blancos recién horneados por la educación privada, Vonnegut se resiste a hacerlo sin que su dedo se entierre primero en la llaga del embanderamiento irreflexivo.
La solución que propone también es fervientemente estadounidense. Remedando de manera oblicua el sistema de reproducción tralfamadoriano de Matadero Cinco —aquello de que para que nazca un niño se necesita no sólo de un hombre y una mujer, sino también de homosexuales de ambos sexos, adultos mayores, etcétera—, la clave está en refugiarse en la comunidad: “Un marido, una mujer y unos críos no son una familia, del mismo modo que una Pepsi Light y tres Oreos no son un desayuno. Veinte, treinta, cuarenta personas… Eso sí es una familia. Los matrimonios se están yendo al carajo. ¿Por qué? Pues porque las parejas son humanas y sus miembros se dicen mutuamente: ‘No eres suficiente gente para mí’”.
El huerto de Cándido serían los otros, unos pocos otros. En un racimo de textos libres, burlones hasta que se ponen serios, Vonnegut redescubre la utilidad esencial del discurso público: la unión de la tribu bajo el abrazo de una palabra dirigida sólo a ella, y de la que sólo ella puede extraer significado.
Kurt Vonnegut, Que levante mi mano quien crea en la telequinesis y otros mandamientos para corromper a la juventud, traducción de Ramón de España, Malpaso, 2014, 118 págs.
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