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En los últimos dos años, la jardinería —como el pan casero, las series de muchas temporadas, la aplicación Zoom y el alcoholismo subrepticio— ha disfrutado de un momento de auge. Muchas veces, cuando iba intercambiando mails con amigos y colegas, la respuesta a mi consulta de cómo estaban capeando la tormenta de la cuarentena incluía la frase “Por suerte tenemos un jardín” o, cuando no, “Por suerte hay un parque lindo cerca”. En las redes sociales asomó de repente una explosión de festejos de eventos tan emocionantes como la aparición de una hoja nueva en un ficus y la floración de alguna suculenta interesante. Para los que ya conocían el placer (y las muchas frustraciones) del emprendimiento noble de mantener vivas plantas en macetas, bancales y hasta (gloria de glorias) una huerta, nada de eso habrá sido una sorpresa: la jardinería es un oficio que pronto se vuelve una adicción; evidencia de eso se encuentra en la nutrida categoría de “jardines literarios”.
Recuerdos de un jardinero inglés, de Reginald Arkell, es un clásico del género. Arkell fue un escritor cómico cuya obra más famosa fue una historia irreverente de las islas británicas: 1066 and All That, un libro que hasta el día de hoy nunca falta en las aulas inglesas con su promesa de “hacer la historia divertida”. La mirada del historiador se hace patente desde un principio: conocemos a nuestro protagonista, Bert Pinnegar, cuando ya es un hombre venerable, pero como el título sugiere —el original, Old Herbaceous, es menos instructivo—, de inmediato se zambulle en sus memorias, empezando con las caminatas de un joven huérfano por un canal casi abandonado en busca de plantas interesantes. Sin embargo, antes de eso nos regala una breve historia de los canales de Inglaterra, construidos para fomentar las revoluciones agrícola e industrial y aún hoy característica distintiva del paisaje inglés, aunque su utilidad duró pocas décadas, cuando fueron reemplazados por los ferrocarriles. El joven Pinnegar, cuyo futuro como peón rural después del colegio parece sellado, traba amistad con una profesora también entusiasta de la botánica y, después de ganar inesperadamente una competencia de arreglos florales en la feria anual de la aldea, logra escapar de su destino cuando la dueña de la mansión del pueblo percibe su potencial como jardinero y lo contrata para trabajar en su jardín, donde pasará el resto de su larga vida.
El detalle de la historia de los canales no es menor. Además del registro clásico de la escritura cómica inglesa —diría que le efectividad de los chistes en sus versiones en castellano es alrededor de 75%— y las apreciaciones y anécdotas jardineras, la gran virtud de Recuerdos de un jardinero inglés es cómo Arkell equipara los ritmos y las mareas de la historia con los ciclos y las vicisitudes de un jardín; y cómo la continuidad reconfortante del recambio de las estaciones se interrumpe en momentos puntuales por tormentas como guerras —lo que en el jardín significa una falta de trabajadores— o nuevas ideas e innovaciones. También ilustra, quizás de manera inconsciente, de qué forma corrientes macrohistóricas pueden definir la vida de todos, hasta la de un jardinero humilde. Hay un movimiento contemporáneo en Reino Unido que busca concientizar a los visitantes de mansiones aristocráticas sobre el modo en que fueron construidas las fortunas que las propiciaron, un proceso que incluye trata de esclavos y otras atrocidades imperialistas. Y ni siquiera hemos empezado de hablar de un sistema de clase en el que el capricho de una joven aristócrata puede determinar el destino definitivo de un niño de trece años. Pero reflexiones así se alejan bastante del tono de un libro que, aunque eminentemente liviano, es también plenamente disfrutable, como pasar una tarde amable en un jardín bien cuidado.
Reginald Arkell, Recuerdos de un jardinero inglés, traducción de Ángeles de los Santos, Periférica, 2020, 224 págs.
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