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La primera novela de Patrick Modiano tras el Nobel que le fue otorgado en 2014 es la más ambigua, contenida y crepuscular de su obra, como si esa intromisión pública en su biografía lineal lo hubiera hecho dar un paso más allá en su impasible culto al eterno retorno. Recuerdos durmientes es el balbuceo elegante y radicalmente elusivo de una identidad ya para siempre disuelta en sueños y evocaciones, aunque aún aferrada a la nitidez de nombres, teléfonos y direcciones parisinas. Esa operación retrospectiva habitual en Modiano, hacedor de una obra fragmentariamente total de tres decenas de volúmenes en los que la París de posguerra se instala como matriz de tiempos y espacios laberínticos, se intensifica en una narración de drásticos saltos de acciones y personajes.
Eco de voces previas, espejo empañado del autor, el protagonista situado en un 2017 de escueta actualidad se dedica a repasar con fugacidad amnésica los encuentros con un conjunto de mujeres que conoció de joven en la década de 1960, como si en ellos pudiera detectar la lógica de un destino. La hija de un amigo ruso del padre a la que espera ver salir de una casa sin éxito, la esposa de un cónsul con la que se divierte de noche en su estadía fuera de España, una secretaria de los Estudios Polydor aficionada al ocultismo, una “doctora” que practica la “magia”, una mujer divorciada venida a menos y emparentada a la danza y otra de nombre olvidado vinculada a un confuso asesinato hacen al continuum vaporoso del texto. Si hay pasión afectiva o carnal no se menciona, sólo diálogos e intercambios breves y fortuitos en un remolino de calles, cafés, taxis, hoteles y habitaciones, seguidos del reencuentro posterior con algunas de ellas, en el que un niño, una cicatriz o una valija de hojalata liviana sustituta de otra pesada y de cuero exhiben la intangibilidad de toda persona y acontecimiento, la cualidad imaginaria que subyace a la memoria.
La mención de un libro llamado El tiempo de los encuentros explicita la autoconciencia del deambular del narrador, que pondera los intercambios rápidos, el arte de la fuga (de internados, autos en movimiento, puertas traseras) y el interés por “el alma de los lugares” y “los misterios de París”, espacialidad a la que parece haberle entregado la existencia. Una sucinta enumeración bibliófila (El vizconde de Bragelonne, Diccionario práctico de las ciencias ocultas, El eterno retorno de lo mismo, La eternidad a través de los astros) teje con complicidad nominal esa pátina modianesca —semejante a la síntesis abstracta del último período de los grandes pintores— en la que se confunden texturas esotéricas, filosóficas, policiales y de aventuras, un cifrado vital que es también la obsecuencia por una noción circular del sentido y la desconfianza reverencial hacia lo cronológico, literal y dado. La escritura y sus anotaciones en cuadernos son la única materia persistente en Recuerdos durmientes, acaso la llave exterior que permite la ansiada “amnistía”, el “olvido” de un sueño apacible y sin recuerdos, la fuga final. Por supuesto, la desaparición del relato en el blanco elíptico del presente es asimismo la de París y su dialéctica espacio-temporal de siglo XX. El narrador extiende la melancolía a un porvenir sin misterio: “Tenía la seguridad de que en el futuro bastaría con poner en una pantalla el nombre de una persona que hubiéramos conocido tiempo atrás y un punto rojo nos indicaría en qué punto de París podíamos localizarla”.
Patrick Modiano, Recuerdos durmientes, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, 2018, 112 págs.
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