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De sus viajes por el lejano Oriente atesoraba algo más que un jugoso anecdotario. Mientras sus coetáneos —“proxenetas de la sensación de lo diverso”— enarbolaban un impresionismo etnocentrista y restringían la novedad al souvenir turístico, él procuraba empaparse de hábitos y costumbres extranjeras, no sólo para comprender los pormenores de una cultura diferente, sino también para vivir la sensación radical de extrañeza. Hablamos, claro, de Victor Segalen, escritor y médico naval francés, cuya obra es en mayor parte póstuma. René Leys, por caso.
Aunque concluida meses antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, la novela recién se publicó en una versión mojigata en 1922, tres años después de la muerte de Segalen, y encontró edición definitiva cinco décadas más tarde. En ella se ocupa de manera lateral de una figura bisagra en la historia de China, el emperador Kuang Hsu, alrededor de quien también erigió la novela El hijo del cielo (Mardulce, 2012). En René Leys, no obstante, el emperador es una pieza ausente, y el meollo del asunto, el ocaso de una dinastía milenaria. Pasemos al argumento para ver de qué se trata.
Pekín, 1911. Contrariado por las infructuosas tentativas de penetrar en el interior del Palacio Imperial y conocer, al fin, el secreto último en torno a la muerte, acontecida tres años atrás, del emperador Kuang Hsu, Segalen decide prescindir de intermediarios y aprender él mismo la lengua mandarín. Para ello, contrata los servicios de René Leys, un enigmático muchacho de origen belga y mirada inescrutable que, conforme pasan los meses, revela poseer lazos capilares con la corte. Así lo relata el propio Segalen en este diario capcioso que administra la intriga a la vez que se mofa de la novela como un género caduco. Porque aun cuando la fábula revista un lustre atemporal, sus tretas son bien contemporáneas. La ciudad, sin ir más lejos, presenta la simetría de un tablero de ajedrez y los personajes se mueven como las piezas del juego. Hay al respecto indicios diseminados por todo el relato; apenas una cita: “poseo un cuadrado minúsculo de tierra: entre el Observatorio Clásico y […] el Pabellón Agudo”; que alude a la posición inicial del caballo, entre la torre y el alfil, y que es la misma que comparten, en casillas respectivas, los jinetes frecuentes Segalen y Leys. Pero teniendo en cuenta que resulta imposible dar jaque con dos caballos, se trata de una partida de ajedrez (échecs) condenada al fracaso (échec). Y las tretas no acaban ahí, en la medida en que el acto de penetrar en el misterio del Palacio se resuelve, juego de palabras mediante, en un coito palaciego.
De todos modos, René Leys comercia otros menesteres. Bosquejado en torno a un sinólogo y diplomático verídico que con el paso del tiempo ha ido adquiriendo distintos nombres (Maurice Roy, Charles Michel, Edmund Blackhouse), Leys organiza un baile de máscaras a la medida del deseo de Segalen y lo inicia en una confabulación que incluye espionaje entre eunucos, regentes severas, emperatrices viudas y una revolución en ciernes. Un ensueño colmado de realidad que la versión de Marcelo Cohen transporta sin anclar en lugar y tiempo mientras encauza la indecisión. Porque las mismas suspicacias que motivan las historias del fanfarrón Leys son las que tiñen el diario de Segalen. De modo que no puede delimitarse la veracidad o falsedad de un relato que, semejante al palacio, pliega su secreto sobre sí. Habitar la ambigüedad del misterio es la poesía del exotismo de Segalen.
Victor Segalen, René Leys, traducción de Marcelo Cohen y prólogo de Juan Forn, Tusquets, 2020, 240 págs.
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