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Experto en la descripción de matrimonios que crujen y combustionan, de alcohólicos irrecuperables y perdedores tercos, Richard Yates se hizo célebre por la inmisericordia con que fulmina todo lo que narra. Sus personajes son arquetipos del deterioro y la trivialidad. De su pluma ni siquiera se salvan los niños —al fin y al cabo, en ellos habita el germen de la escoria venidera—, y sus paisajes urbanos suelen recibir el mismo tratamiento: los suburbios y los barrios céntricos funcionan como variaciones del infierno que el hombre del siglo XX se cavó a fuerza de aplastarse contra las góndolas de los supermercados y guarecerse en los bares que florecen bajo las autopistas perdidas.
Así y todo, es difícil encontrar en toda la obra de Yates un comienzo más pesimista que el de Sin paz: “Todo empezó a ir mal para Janice Wilder a finales del verano de 1960. Y lo peor, diría ella después, lo terrible, fue que todo pareció ocurrir inesperadamente”. Aunque casi enseguida cambia de protagonista —la que leemos es la historia de John Wilder, no la de Janice—, la novela mantiene un tono sombrío que por momentos bordea la autoparodia. La peripecia nunca se encarrila hacia el camino del héroe: las criaturas de Yates caen como guijarros por una ladera interminable. Caen, siguen cayendo. Y después caen un poco más.
Lo que no implica que no sean capaces de verse caer. Sin paz construye su mundo a partir de un juego de infortunios puestos en espejo. Wilder es un vendedor de publicidad neoyorquino que bebe a destajo y salta de una amante a otra, con el permiso tácito de su mujer y la indolencia manifiesta de su hijo. Antes de que podamos gritar “¡Mad Men!”, a Wilder lo sorprende un colapso nervioso que llevaba años cocinándose. La estadía en un manicomio lo opone a una vida sin sentido, revuelta y fútil, que tratará de descular produciendo una película sobre eso que experimentó durante sus días de encierro. Alrededor de esta premisa, la trama engarza más amantes, más excesos, los psicofármacos de rigor, el delirium tremens, una cáustica primera filmación en modo “cine arte”, el abandono familiar y la consiguiente mudanza a California, y así, con la exactitud de un metrónomo de la ruina existencial, el derrumbamiento de Wilder se agudiza sin que por sus grietas se filtre la más mínima epifanía.
Para ser un escritor eminentemente realista, maestro de la forma breve y precursor de esa ramificación todavía actual que alguien bautizó “realismo sucio”, Yates no es reacio a las argucias metaliterarias. Ya en “Constructores”, uno de los cuentos más conmovedores y lúcidos de Once tipos de soledad, había un taxista que buscaba hermosear su biografía a fuerza de ficcionalizar las anécdotas recolectadas durante sus años de oficio. La película inviable de Sin paz hace sangrar la misma herida. Más que subvertir engranajes narrativos, lo que Yates parece remarcar es la imposibilidad de la trascendencia, la escenificación de un fracaso al cuadrado.
Vicente Riera Llorca transformó el título original —Disturbing the Peace, que refiere a la infracción que resulta de provocar un escándalo en la vía pública— en otro con resonancias muy distintas. Puede que sea una licencia del traductor, aunque no suena desatinada. A través de la parábola de John Wilder, Yates niega la paz a diestra y siniestra mientras obliga al lector a preguntarse, con desasosiego creciente, de dónde viene y adónde va toda esa pobre gente solitaria.
Richard Yates, Sin paz, traducción de Vicente Riera Llorca, Fiordo, 2019, 296 págs.
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