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A pesar de haber sido muy crítico con la primera versión del guión —su reparo principal era que habían vaciado su novela de contenido para transformarla en un western futurista—, cuando por fin vio los avances de Blade Runner (1982), la película inspirada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick quedó maravillado. Escribió una carta al productor ejecutivo y le dijo, entre múltiples elogios, que el fragmento lo había impresionado tanto que, en comparación, no podía sino encontrar su realidad cotidiana algo desvaída. Cualquiera que haya leído o escuchado hablar acerca de Philip Dick podría añadir que, más que un sentimiento pasajero suscitado por las imágenes que había visto por televisión, la sensación de estar inmerso en un entorno quimérico, incluso maligno, era, en todo caso, el tormento que lo había acechado durante toda su vida y, por supuesto, el leitmotiv de la mayoría de sus obras.
Una brevísima síntesis de Sueñan los androides… —reeditada este año a través del sello Minotauro— podría ser la siguiente. En un futuro hipotético la Tierra ha sido devastada por la Guerra Mundial Terminus. La mayoría de los sobrevivientes han colonizado Marte. Por ley, cada emigrante recibe a un androide como sirviente. Un grupo superdotado de androides rebeldes consigue desembarazarse de sus amos y huye a la Tierra. Rick Deckard, un cazador de recompensas, es el encargado de encontrarlos y eliminarlos. La tarea no es para nada sencilla, puesto que los androides son réplicas casi exactas de humanos, lo que los vuelve muy difíciles de distinguir. Es posible que la mayoría de las contratapas de la novela ofrezcan un recorte análogo. Lo cierto es que reducciones de este estilo son precisamente el enfoque pasatista que Dick aborrecía, porque el argumento de esta novela no es más que la cristalización de los agudos interrogantes que lo consternaban, interrogantes que tornan su narración tan sugestiva y, por momentos, sobrecogedora.
Tal vez el atributo más desconcertante del relato se halle en la figura del androide. Sucede que a algunos de ellos les fueron implantadas falsas memorias y cierta capacidad de sentir, de modo que ignoran que son una mera representación. Aquí el terror no proviene de un exterior adulterado, sino de lo más inmediato, de la posibilidad de que el sujeto mismo sea un montaje. Aunque —parece preguntarnos Dick— ¿acaso importa? Quizá alberguemos deseos de contestar que sí, que lo llamado auténtico goza de un valor intrínseco, excluyente, pero lo inquietante surge cuando en la práctica nos vemos forzados a aceptar que no. Rick Deckard se siente atraído por Rachael Rosen aun sabiendo que se trata de un androide; en su casa hay un artefacto capaz de hacerle sentir el estado de ánimo que elija, sin necesidad de que sea motivado por algún acontecimiento “real”; como casi todos los animales han desaparecido después de la guerra, en su terraza conserva una oveja eléctrica. Por último, cuando parece quedar demostrado que incluso el propio culto religioso de los terrícolas es falso, Deckard consigue sortear la evidencia y congraciarse con la fe, con la posibilidad del milagro.
De acuerdo. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es un thriller de ciencia ficción, pero la conquista más encomiable de Dick reside en haber enarbolado una convincente reivindicación del valor de lo apócrifo.
Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, traducción de Miguel Antón, Minotauro, 2020, 288 págs.
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