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Diario de viaje, ensayo poético o crónica espiritual, Tipos de agua. El camino de Santiago es afín a la hibridez de formas fluidas con que la canadiense Anne Carson aúna lirismo y reflexión punzantes. Habiendo leído y estudiado a místicos y mártires, habiendo orado y ayunado, y sintiendo sed de contacto con Dios, Carson se cruzó con un conocido que le arrojó una pregunta como una espuela: “¿Cómo puedes ver tu vida si no te abandonas?”. Para responderla o habitarla con intensidad, realizó a lo largo de casi un mes el llamado Camino de Santiago, “el peregrinaje más venerable de la cristiandad”. Alrededor de ochocientos kilómetros de un paisaje voluble (planicie, montañas escarpadas, trigales) que va de St. Jean Pied de Port, del lado francés de los Pirineos, a la ciudad de Santiago de Compostela, en Galicia; el Camino de Santiago es el escenario de un recogimiento espiritual, una ruta de reflexión, fervor y penitencia a la tumba del apóstol y mártir Santiago el Mayor.
Precedida por la fecha, el lugar y un epígrafe que da el tono (excepto las de Machado, que abren y cierran el volumen, el resto de las citas pertenece a poetas japoneses como Bashō, Zeami o Shikibu), cada entrada representa el discurrir del cuerpo de la voz por el paisaje. En principio, es cierto, se recorta troquelado. Allí están, por caso, Puente la Reina, el ventolín de Burgos, los acueductos de Castilla, en Castrojeriz árboles “pequeños y apretados como un puño en una pintura de Goya”. Pero a medida que la marcha progresa, se acortan las distancias, afloran las preguntas y la caminata se vuelve sintaxis del pensamiento. “Ya es tarde cuando te despiertas dentro de una pregunta”, escribe Carson, que para entonces se ha despertado en más de una.
La atención demorada (concisa, sin ornamento) que Carson ofrece al paisaje para captarlo en su transitorio precipitarse oficia, a su vez, de reverso de una exploración más íntima. “Las formas de la vida cambian a medida que las observamos, nos cambian por haber mirado”. Se trata tanto de una apertura al cuestionamiento de los lazos que atan y conforman el mundo como de un aventurarse en la disolución: “¿Qué sentido podrían tener las cosas? He atravesado países, siglos de insomnio y duras cabalgatas, y aún desconozco el sentido de las cosas cuando lo veo, cuando me detengo con las piezas en mis manos”. Uno de los principales poemarios de Carson se titula, precisamente, Decreación (2005), haciendo propio el concepto de Simone Weil que habla de “deshacer a la criatura que hay en nosotros”.
Pero Carson no sólo recorre un camino físico o espiritual; también recorre una tradición de la que es consciente y de la que se vale para contrastar su adecuación a ella. Al final de buena parte de las entradas consigna, en forma más o menos sesgada, algunas de las singularidades de los peregrinos de antaño que la distancian y calibran en su búsqueda. Así también, la apelación a fotografías ausentes, en un ejercicio amplificado de la écfrasis, propone un registro documental titubeante donde el testimonio hace migas con la invención. Estos dos procedimientos sirven para poner distancia del registro verista de la interrogación de sí que Carson lleva a cabo. Un viaje sin mapa que no finaliza cuando se llega a destino. “Después de todo —ha escrito—, la única regla para viajar es: No regreses por el mismo camino. Toma uno nuevo”. Vaya como ejemplo el ejercicio de disolución de esta alquimista desapegada.
Anne Carson, Tipos de agua. El camino de Santiago, traducción de Sara Cantú Pérez de Salazar, Vaso Roto, 2019, 112 págs.
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