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Aunque la división en géneros como compartimentos estancos guarda escasa o nula correspondencia con Pascal Quignard, hay cierta vertiente de su obra en la que, a diferencia del errar del pensamiento y la pesquisa etimológica característicos de sus tratados, prima el elemento narrativo. Todas las mañanas del mundo no es impasible a esa orientación.
Más que un entramado argumental, la novela presenta un montaje de escenas de delicado hilván alrededor de un músico barroco en la Francia del siglo XVII: el huraño, colérico Sainte Colombe, virtuoso de la viola da gamba, viudo a cargo de dos hijas y maestro del afamado Marin Marais. El protagonista de Quignard pertenece a la fauna de solitarios remisos al contacto con otros y poseedores de férreas convicciones en cuanto a la moral del arte, en los que sin duda el autor espeja su propia sombra, su vida y su escritura. Se trata de aquellos “rebeldes, frutos sin raíz ni tierra, sin reglas, sin filiación, sin reconocimiento, y con una posteridad perfectamente aleatoria”, tal como sostiene en La barca silenciosa.
Empeñado en pulir su arte, así como el recuerdo de su esposa, Sainte Colombe ha dado la espalda a las mieses del reconocimiento, una y otra vez ha rechazado a los emisarios de Luis XIV, su estridencia rococó y la posibilidad de un porvenir promisorio, para guardar silencio en su cabaña apartada al abrigo de una morera.
En el fragor de ese responso melancólico entra en escena el joven Marais, que relata haber sido expulsado del coro real debido a la muda de voz ―episodio central en La lección de música― y luego haber tomado lecciones con distintos mentores, hasta llegar a este momento en que se ofrece como alumno al viejo maestro, quien luego de oírlo tocar, por toda respuesta, declara: “Tocáis música, señor, mas no sois músico”. Sólo la súplica de sus hijas, en particular la mayor, logra torcer, a regañadientes, el veredicto.
Se suceden a partir de aquí el coqueteo amoroso, los raptos de cólera y las lecciones sesgadas, que poco tienen que ver con la ejecución de un instrumento y sí, en cambio, con templar el oído ante los sonidos de lo real: el de la orina contra la nieve, por ejemplo, permite aprehender a desgranar un adorno. Con el tiempo, Marais escogerá el camino que el futuro le guardaba en su seno y se volverá músico de la corte, uno de los preferidos del Rey Sol, compositor destacado y opulento. Entretanto, Sainte Colombe habrá sufrido más pérdidas y ganado el favor de su esposa, que lo visita, cuando oye el llamado de la música, en su vestido de fantasma. Sutiles episodios estos últimos en los que hay presentes objetos cuya disposición recrea Naturaleza muerta con tablero de ajedrez, un óleo de Lubin Baugin de 1630.
La novela se publica en 1991. Tres años después, en la estela de su personaje, el autor renunciaría a sus compromisos y cargos públicos (director del Festival de la Ópera y el Teatro Barroco de Versalles, secretario general de Gallimard, entre otros) para dedicarse de manera íntegra a la escritura. Quignard no duda en decir ―tal como lo hace en El nombre en la punta de la lengua― que, si el silencio es la sombra de la palabra, la muerte es el negativo de la música. Y, por lo demás, que la entrega cabal a un arte tiene tanto de dicha como de disolución.
Pascal Quignard, Todas las mañanas del mundo, traducción de Esther Benítez, Galaxia Gutenberg, 2023, 112 págs.
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