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Algunas novelas de género hacen saltar por los aires los decorados y las convenciones, y cuando esto pasa se dice que el género se renueva. En el policial pasó con la emergencia de la novela negra, y dentro de la novela negra pasó cuando Jim Thompson irrumpió con sus personajes malditos. En las novelas de Thompson no existe la ética de los detectives de Chandler y Hammett y el mal se adueña de todo. Más tarde apareció James Ellroy; su ruptura vino por el lado de la sintaxis y la complejidad existencial de los personajes. Su búsqueda desembocó en la historia, mitos y decadencia del imperio norteamericano, e hizo de él un escritor que no descarta el panfleto como dispositivo de choque.
David Peace (Inglaterra, 1967) aprendió la música que ha tocado Ellroy. De su literatura se ha dicho: frases que ametrallan al lector, repeticiones agobiantes.
Para escribir Tokio año cero, Peace se muda a Japón y se documenta. “Básicamente fui a la biblioteca de Nagatacho, y leí y leí y leí los viejos periódicos, tomando nota tras nota acerca del momento y el lugar en particular sobre los que quería escribir, y luego, en algún tramo del proceso, fue como si una puerta mental se abriera para salir del aquí y ahora y entrar en el allí y entonces. Quise atravesar las capas, como un arqueólogo, para encontrar el sentido del lugar. Lo que sucedió ha sido cubierto con cemento, pero el pasado reaparece y crece entre las grietas”. Peace deglute y procesa información para amalgamarla en una obra que exige, por su incomodidad, algo más que el clásico lector de policiales que va a buscar el placer que buscan los niños cuando piden que se les cuente siempre la misma historia.
Tokio año cero transcurre entre los días 15 y 28 de agosto de 1946. La novela está dividida en tres partes: “La puerta de carne”(título de un film de Seijun Suzuki de 1964), “El puente de lágrimas” y “La montaña de huesos”, y cada parte, a su vez, en capítulos que abarcan un día. El protagonista es el detective Minami, un ex soldado torturado por sus recuerdos de guerra, adicto a un somnífero llamado Calmotin que le provee el capo mafia Akira Senju. Minami va dando tumbos cargado de culpas, paranoico, entre otras cosas porque “nadie es quien dice ser”. Esta frase se repite como un leitmotiv y es clave para entender ese mundo destrozado de la derrota japonesa luego de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, donde la humillación cotidiana formatea la vida y donde la mentira es un recurso para sobrevivir.
El lector siente en carne propia los piojos, la mugre, el olor nauseabundo de la ciudad, el calor, el hambre, la falta de ropa y de armas de la policía de Tokio, la impotencia y la locura que engendra la despótica ocupación norteamericana (“los vencedores”), las repetidas arcadas y los vómitos de Minami, “bilis negra, bilis marrón, bilis amarilla, bilis gris”. No hay humor. No hay ironía. La pesadilla se despliega con la potencia de la realidad.
David Peace, Tokio año cero, Mondadori, 2013, 480 págs.
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