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No pocos son los escritores que han advertido acerca de los vicios, o cuanto mucho de los disparates, al momento de dimanar ficciones de principios teóricos. A los nucleados bajo el rótulo del nouveau roman, sin ir más lejos, se les achacó el oprobio de mancillar el oficio al redundar en una proliferación de tesis en claro demérito de la aséptica praxis narrativa. De poco valió la nutrida contraofensiva. A instancias de Robbe-Grillet, entonces asesor literario de la reputada Éditions de Minut, se congregó un grupo de escritores notables que, aunque disímiles entre sí, compartían más de una sospecha: contra las prerrogativas del personaje y la hondura psicológica, abogaban por la dislocación temporal y el estribillo de las variaciones; contra la tiranía tripartita de la trama, blandían el adelgazamiento de la anécdota y la descripción minuciosa de objetos. Proponían, en definitiva, expandir los límites obtusos que la literatura había asumido como inherentes a su arbitrio.
Fundadora involuntaria del movimiento, al punto de ser considerada una escritora avant la lettre, Nathalie Sarraute nunca tuvo interés en mimar las mieses de un liderazgo que nunca buscó y mucho menos fomentó, y ante el cual se mantuvo más bien díscola o directamente apartada. A mediados del siglo pasado, ella y el autor de Le voyeur en sendos ensayos cimentaron los fundamentos del nouveau roman —más tarde, con la sistematicidad que da la perspectiva temporal, Jean Ricardou aportaría lo suyo—; pero la primera obra de Sarraute data de un precoz 1939.
Tropismos —recuperado hoy en día por la flamante Pinka, que recobra a su vez la traducción de Juan José Saer y la pone a dialogar con las tintas de Eduardo Stupía— da cuenta del quehacer sin duda solitario de la autora francesa. No sólo anticipa la estética que advendría años más tarde, también marca su distancia. Se trata de una serie de viñetas donde abundan los viandantes alelados, el cotilleo nauseabundo y las miradas indiscretas o injuriosas, y cuya acción dramática, de una cotidianeidad ramplona, se reduce al mínimo indispensable. No hay nombres que fijar y su estado, el de estos seres renuentes a la definición, es más bien etéreo o vaporoso. Se deja oír, eso sí, por entremedio de los gestos ínfimos y algo abstrusos, un bajo fondo —acompasado por Saer relegando, muy propio de él, el verbo al final de la frase— que vertebra las viñetas: la tensión entre vida infantil y adulta, la soledad radical ante la muchedumbre, y más de una sospecha ante la palabra hablada.
Observadora minuciosa de la realidad más anodina, Sarraute procuraba revelar el pliegue de los intercambios cotidianos y las frases hechas. Las voces, así, parecen flotar sin envoltura por el espacio curvo de la imaginación. La autora de Retrato de un desconocido había afirmado que no visualizaba a sus personajes de un modo concreto, sino que se limitaba a escuchar sus voces. De ahí la consistencia fantasmal de esto que a todas luces se resiste a llamarse relato. Es por eso que hay una noción que se vuelve capital en su programa de escritura.
Tomada de la biología vegetal, la definición de tropismo se aplica al movimiento de un organismo en respuesta a un estímulo externo. Sarraute se lo apropia para dar cuenta del aleteo subrepticio e indefinible que antecede a la palabra. La fachada diaria se asienta en una realidad infinitesimal compuesta de estos instantes más breves que un parpadeo. Saer precisaba que “no se trata de describir el flujo de conciencia sino de las pulsiones innominadas que le dan origen”.
Este interés en un doble fondo de la existencia es lo que distancia a Sarraute de otros miembros de la nouveau roman. Sin contar el caso omiso que hacía de la descripción, del uso desviado de la descripción, esa que impide ver lo que muestra y que fue la piedra de toque del movimiento. Ni hablar de la primacía que otorgaba a lo auditivo sobre lo visual. La mayor diferencia, sin embargo, atañe a la presunción, por parte de la autora de La era de la sospecha, del contacto entre el lenguaje y aquello que no puede nombrarse. Un más allá sin el cual la literatura pierde su fuente de vitalidad, y cuyo roce en exceso, no obstante, conduce al ostracismo. A ese inestable equilibrio apunta la obra de Sarraute.
Dado que tanto Sarraute como Robbe-Grillet nunca negaron la provisoriedad de sus postulados, más que ponerlos a prueba en el presente literario habría que indagar cuáles son las líneas de búsqueda de la nueva novela de hoy. Esa, y no tal o cual rechazo, es su verdadera herencia.
Nathalie Sarraute, Tropismos, traducción de Juan José Saer, ilustraciones de Eduardo Stupía, Pinka, 2022, 136 págs.
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