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De tanto en tanto nos llega la traducción de un nuevo escritor salido de los programas de escritura creativa de las universidades de Estados Unidos. Su ópera prima (cuyos agradecimientos se extienden por varias páginas porque hay que incluir a los profesores y compañeros de estudio, además de los afectos personales) gana premios que lo llevan a los suplementos literarios y a las vidrieras de las librerías de la potencia más grande del planeta. En la contratapa del libro, alguien dice que el autor logró “dar nueva vida al género”, en este caso el cuento, casi como si lo hubiera resucitado.
A veces se siente que fue tan poderoso el arado de Cheever, Bellow, Carver y el resto de la pandilla, que los cuentos que “renuevan” el género son más bien avatares de aquellos realismos domésticos, aunque tamizados por la tecnología y los cambios culturales de la época.
El primer libro de Jamel Brinkel no es una excepción a la estrategia editorial. A diferencia de Junot Díaz y sus personajes latinos, inmigrantes o hijos de inmigrantes que hablan mitad castellano y mitad inglés, los de Brinkley, inspirados en algunos tramos en aquellos, son estadounidenses negros que viven en los suburbios de Nueva York. No todos los personajes son marginales ni los guetos son aquellos que uno se acostumbró a ver en películas y series. Hay muchachos que crecen en los monobloques, con padres presos y madres que barrenan trabajos precarios y mal pagos, pero también hay cupos universitarios, becas y asistentes sociales que consiguen que algunos logren hacerse de una mínima porción de aquello que se llama “sueño americano”. Su contracara, la comunidad blanca, si aparece, lo hace lateralmente en la gentrificación: los barrios pobres empiezan a llenarse de estudiantes blancos que ocupan los bares, se imponen con su involuntaria arrogancia y empiezan a levantar los precios de los alquileres.
En los cuentos de Brinkley hay amigos que siguen a muchachas después de una fiesta, dos hermanos en un seminario de capoeira que arrastran conflictos del pasado, niños en colonias a cargo de adultos desesperanzados y reuniones de exalumnos con cuentas pendientes, entre otros personajes vulnerables que dan vueltas en la tómbola de su propia vida, y en estas palabras también: “Empecé esta historia varias veces y varias veces borré las páginas. Las razones no son ningún misterio […]. Además, si voy a ser sincero, debo confesar desde el principio que siempre estuve terriblemente perdido. Quiero contar esta historia, y quiero contarla con honestidad”. De estar siempre medio perdido se trata. De buscar luz, también.
Si se lo quiere cargar a Brinkley con la absurda presión de “darle nueva vida al género”, puede encontrarse en los relatos cierta voluntad ensayística. Nada que no se haya hecho antes. Pero no hay que caer en la trampa de la poca o mucha originalidad: aquello que debería importarnos es el estilo elegante, sensible y musical, de la primera a la última palabra, que hace que estos nueve cuentos, más bien extensos, amasen una letanía rítmica que nos ubica en el gueto sin hacernos padecer estereotipos fáciles de digerir y también de olvidar.
Para renovar el cuento, o lo que sea que eso signifique, habrá que seguir esperando. Mientras tanto, Jamel Brinkley es una muy buena noticia.
Jamel Brinkley, Un hombre con suerte, traducción de Tomás Downey, Chai Editora, 2019, 264 págs.
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