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Aunque no se puede decir que la haya inventado, James Patrick Donleavy hizo de la subjetividad extrema una marca de la casa. En sus novelas no hay paisajes dispuestos de antemano, ni panorama previo, ni escenificación deliberada que los personajes llenarán con acciones y discursos. Todo se resume, por el contrario, a los espasmos de un protagonista que erige el mundo que lo circunda a medida que se desliza por él. Por más “Nueva York” que se llame la Nueva York de Donleavy, sin su criatura elemental se diluiría en el aire que la sostiene. La criatura es el aire, el corazón que posibilita, y lo demás prospera o sucumbe con ella.
Publicada en 1963, diez años antes que la insigne Cuento de hadas en Nueva York, con la que mantiene un diálogo indisimulable —el autor mismo reconoció que escribir una novela le permitió abordar la otra—, Un hombre singular es al mismo tiempo un ensayo y un exceso del sistema que el irlandés de origen estadounidense después consolidó a lo largo de decenas de prosas y dramaturgias. A diferencia de Cornelius Christian, el antihéroe de Cuento de hadas en Nueva York que llegaba pobre a la ciudad para trabajar en una casa de sepelios, George Smith es un millonario que dedica horas a proyectar su propio mausoleo desquiciado. También es un antihéroe: su fortuna no cubre el vacío, la familia que formó lo desprecia, abstractos rivales de negocios lo amenazan por carta, un Doppelgänger con peor suerte lo hostiga a base de imitaciones y reclamos, y Miss Tomson, la ex secretaria que podría hacer que cada pieza calce y el mundo deje de ser el desierto que Smith percibe —y en realidad exhala—, lo envuelve en un duelo de histeria sólo aparente. Hay más dentro de esas fintas, una médula trágica que Smith apenas entrevé en el vértigo de sus desplazamientos entre la urbe y el campo, las huidas de los paparazzi y los escarceos con otras mujeres cuyas edades, procedencias, colores y temperamentos se combinan como hexagramas del I Ching.
Impenitentemente masculina, triste más allá de sus muchas extravagancias, Un hombre singular desanda el camino de sexo y muerte que pavimenta su estilo entrecortado: “Ella jugaba con su blusa rosada. Y de botones azules. Se rio y me empujó cuando me le acerqué. Hasta que traté de agarrarla. Como caer en mi propia tumba. Mi Dios qué dientes. Desde allí se veía el mar”. El ritmo no viene de la frase, sino de la urdimbre de fragmentos que se conectan, que solos quizás no valdrían tanto y que Jorge Fondebrider supo traducir sin restarles filo ni velocidad.
También están el vocabulario idiosincrático, la plática de vodevil, el meneo continuo entre la primera y la tercera persona: yeites de un repertorio que hizo estragos en más de un escritor de la segunda mitad del siglo XX, incluidos varios de pelaje rioplatense. Con un propósito subvertido, como si se sincerara en el disimulo, como si supiera lo que impondrá el silencio, Donleavy resguarda fragilidades bajo la música ebria de una orquesta que puede permitirse cualquier cosa menos dejar de tocar.
J. P. Donleavy, Un hombre singular, traducción de Jorge Fondebrider, Cía. Naviera Ilimitada, 2023, 384 págs.
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