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Un lector podría nombrar con cierta facilidad escritores que narraron el tiempo, la percepción o el paisaje camuflados en una serie de sucesos. Escritores para los que la ficción es una caja de resonancia en la que ensayan variaciones y estudios. El bibliotecario Philip Larkin escribió en la década del cuarenta una narración sobre el clima, sobre los efectos del invierno, y expandió una pequeña teoría sobre lo que podría llamarse el “determinismo climático”. El proceso de lenta decepción y soledad que vive la protagonista de la novela, Katherine, no es otra cosa que una consecuencia del invierno. Aquello que hacen los personajes, desde el modo de comportarse hasta el tono de la conversación que practican, es invernal. Otra hubiera sido la red ficcional que hubieran tendido el verano o el otoño. El invierno es una fuerza lejana, una atmósfera en la que Larkin deja caer a sus personajes para que se muevan tenues y tristes, en cualquier caso con un leve desencanto. Porque hay algo para lo que Larkin parece ser un maestro: los matices. Nada de lo que se lee en Una chica en invierno es drástico o polarizado; cada secuencia es iluminada por una luz débil, las mujeres se mueven algo adormecidas (aunque astutas), el hombre principal es de una gentileza que bordea lo protocolar y la indolencia.
Aunque Larkin haya sido reconocido por su obra poética, Una chica en invierno no es la novela de un poeta. El autor educado en Oxford fue primero narrador, escribió dos novelas (se dice que destruyó otras tantas) y, recién después, como si fuera una forma de purgarse, arribó a la poesía. Quizá debiera decirse que su colección de poemas es la de un narrador que desertó prematuramente. La novela escapa de lo que se entiende por “estilo poético”, no se trata de una narración en verso o con grandes derivas líricas, pero sin dudas es el libro de alguien que tiene la sensibilidad y la mano de la poesía.
Una breve historia sobre la traducción. A Marcelo Cohen le habían encargado traducir la primera novela de Larkin, Jill, que publicó la editorial española Lumen. Poco después le piden que siga su trabajo con Una chica en invierno. Pero como la primera novela no se vendió lo suficiente, o al menos no lo esperado, la editorial decidió no publicar la segunda. Ahora Impedimenta recupera aquella traducción que nunca se imprimió. Aunque editado en la península ibérica, el libro casi no registra españolismos que hagan perder la concentración a otros lectores de Iberoamérica. El trabajo de Cohen parece hecho a la luz de una vela, también en una época de nieve, lo que da lugar al tono coloquial y agraciado que lleva el libro.
Larkin pone al trío de protagonistas a jugar al tenis y encuentra uno de los momentos más certeros y difíciles de olvidar de la novela. Escribe: “Tenía un estilo algo mecánico. Lo primero que notó fue que invariablemente le devolvía el servicio sobre el revés, aun cuando ella hubiese demostrado que ese revés no era débil. Luego descubrió que rara vez la miraba antes de colocar los golpes, y que sus drives cruzados eran en gran medida frutos del hábito. En definitiva, era un jugador bastante limitado: nunca tiraba bolas cortadas ni hacía excursiones piratas a la red. Era rápido, preciso, abierto y constante”. No faltará el lector que lea en la descripción del tenista un análisis sobre la propia escritura de Larkin y su forma de jugar la narración: rápida, precisa, abierta y constante, aunque en este caso, en eso no haya nada de limitado.
Philip Larkin, Una chica en invierno, traducción de Marcelo Cohen, Impedimenta, 2015, 296 págs.
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