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Una de las últimas ofertas del menú de terapias alternativas para enfrentar desequilibrios de la cabeza son las “constelaciones”. Aparentemente, cargamos con los traumas y silencios de nuestros antepasados, que barrenan por la sangre, encapsulados, hasta que florecen con su rabia acumulada. En las constelaciones, siempre guiadas por un especialista, distintas personas que desconocen la historia del constelado actúan la familia de este último, sea presente o pasada. A partir de improvisaciones grupales, se logra que salgan a la luz piedras ocultas durante décadas. El constelado, entonces, advierte que el problema que lo carcomía no le corresponde sólo a él sino que más bien fue heredado. La revelación aligera culpas y permite enfrentarlo con más esperanza.
No sé que tan efectiva será esta técnica, pero en esta maravillosa novela de Kazimierz Brandys presenciamos dos siglos de relación padre-hijo en la delirante familia Zabierski, sobre la cual revoletean los mismos desafíos, o neurosis, o locuras, nunca resueltos, que los tiñen y determinan del primero al último, aunque no lo sepan.
La novela avanza mediante una cadena de cartas. Algunas de ellas son respondidas, otras no, pero todas flotan como en botellas arrojadas al mar, con información y pedidos de auxilio concentrados. La primera se inscribe en los límites pastoriles y parroquiales de la Polonia del siglo XVIII y enseguida se entra en la avalancha de cambios iniciados en Europa con la Revolución Francesa, hasta llegar a 1970.
En este frenesí postal, un integrante de los Zabierski es encerrado en una jaula junto con monas para adornar los jardines del Gran Visir; otro ejerce extraños poderes paranormales y se inserta en una logia en la que lo consideran el Mesías; a un soldado lo abandonan después de serrucharle una pierna herida, dándolo por muerto en una iglesia; otro crece en la tundra del polo con aborígenes primitivos. Y hay más. Ellos sobreviven y escriben, aunque ninguno sea escritor, y este es, entre otros, el mérito de la novela y de la traducción: imitar y conservar la fuerza original y honesta que empuja a alguien a tomar una pluma para poner en palabras de su tiempo aquello que se le hizo incomprensible. El resultado de tanto movimiento es una polifonía de voces, cada una con su estilo, pero también atada a las comparaciones, metáforas y usos intensivos del lenguaje de su época.
En medio de estas aventuras individuales, pero también colectivas —porque caen imperios, se consolidan Estados nación y la Segunda Guerra Mundial barre con todo—, sobrevive la relación padre-hijo, siempre amorosa y difícil, porque el mundo y la moral no se quedan quietos, y así no hay guía ni experiencia sólida que ayude a facilitar el vínculo.
Tal vez, en el risueño Caribe, las familias condenadas a cien años de soledad no tengan otra oportunidad en la tierra. Pero en la dura Polonia pasaron doscientos años y pasarán otros trescientos de calamidades, que la familia Zabierski seguirá boqueando por ahí, defendiéndose con humor involuntario ante adversidades que hacen que el lector, aunque no tenga una gota de sangre polaca, quiera abrazarse a este legado no menos desquiciado que el que cada uno arrastra desde 1770.
Kazimierz Brandys, Variaciones postales, traducción de Bárbara Gill, Adriana Hidalgo, 2017, 264 págs.
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