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Jean-Louis Kerouac se transforma en Jack Kerouac cuando escribe En el camino. En su primera novela (The Town and the City) aún no había encontrado el estilo de escritura que le daría la inmortalidad y también lo mataría, porque a partir de ahí se vio obligado a representar el papel de gran bufón de la contracultura, para lo cual era imprescindible tragar litros y litros de alcohol.
En Viajero solitario está el estilo conocido como “prosa espontánea” que lo haría uno de los escritores insoslayables de la literatura del siglo XX. Su sensibilidad melancólica y redentora aparece en el ritmo atropellado, pletórico de brillos y sombras para brindarnos una visión del mundo: “el pez que nada en los huesos pélvicos de los viejos amantes se enreda en el fondo del mar, babosas ya indiscernibles, huesos fundidos en un calamar del tiempo, y esa niebla, esa niebla terrible y helada de Seattle que trae noticias de Alaska y de las Islas Aleutianas, y de la foca y de la ola y de la marsopa sonriente, esa niebla de Bayshore que se riza y abraza los cursos de agua y rueda y les da un color blanquecino a las laderas, y uno piensa: ‘Es la hipocresía de los hombres lo que llena de horror estas colinas’”. ¿Qué importan las repeticiones, las mesetas de enumeraciones aburridas, la ingenuidad? Viajero solitario funciona como una coda a la obra central de Kerouac y nos recuerda no perder de vista que el gran arte es contradictorio y que sus fabbros, los verdaderos, se juegan la vida en cada lance.
Hay una foto de Kerouac y William Burroughs sentados en un sillón. Según la inscripción en letra manuscrita, la foto la tomó Allen Ginsberg en 1953 en su living, en Manhattan. Burroughs con gesto de superioridad le explica algo a Kerouac, que le mira las manos delicadas. Los dos están serios. Kerouac escucha atentamente, pero pareciera que, a pesar de no poder oponerse a lo que dice Burroughs, tampoco puede darle la razón. Esta es una constante en la relación entre los dos escritores: Burroughs critica y le da consejos a Kerouac. Kerouac no los discute pero no le hace caso. Old Bull Lee (álter ego de Burroughs en En el camino) le dice que tiene que dejar de juntarse con Dean Moriarty (álter ego de Neal Cassady en la misma novela) porque si no va a terminar muy mal. En Viajero solitario, en el capítulo “Campesino mexicano”, Kerouac habla de México como “la tierra pura” donde se puede encontrar “esa alegría inmemorial de gente ajena a los grandes problemas de la cultura y la civilización”. Habla del punto de vista equivocado que fraguaron “guionistas de Hollywood” sobre la violencia del país. Luego, cuando se queda en la casa de Burroughs (porque no tiene un centavo) en DF, tiene que despedirse de sus amigos porque William le dice que no debería juntarse con mexicanos, que “son todos ladrones”.
Sobre las diferencias entre Burroughs y Kerouac se podría escribir un libro teórico que iluminaría las obras de ambos. Estas literaturas hermanas y enormemente distintas son las dos caras de una misma moneda. En su Credo y técnica de la prosa moderna, Kerouac dice: “Sé poseído por una ingenua santidad del espíritu”. Burroughs jamás habría escrito algo así. Para Burroughs, el lenguaje era un virus; para Kerouac, un instrumento del espíritu para cantar alabanzas a Dios, a la naturaleza y al hombre.
Jack Kerouac, Viajero solitario, traducción de Pablo Gianera, Caja Negra, 2013, 256 págs.
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