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Cuando en 1971 el artista francés Daniel Buren fue invitado a participar en una muestra colectiva en el Museo Solomon R. Guggenheim de Nueva York, decidió colgar una gigantesca tela rayada desde el techo hasta casi rozar el piso, en medio del atrio del edificio. Ya entonces las franjas de color azul funcionaban en la obra como paradójica “firma” del joven artista que, desde hacía unos años, intentaba acabar con la pintura como “expresión de la subjetividad”, interviniendo espacios diversos con telas o papeles rayados de diferentes colores, aunque siempre con franjas de 8,7 cm de ancho. Con toda su monumentalidad y opacidad, la obra estuvo expuesta solamente un día en el Guggenheim. Los organizadores la descolgaron de la muestra cuando algunos de los artistas participantes se quejaron de que la pieza dominaba el espacio de la exhibición en detrimento del resto de las obras. Este acto de “censura” fue leído por teóricos y críticos como confirmación de la vocación crítica de la obra de Buren que, avanzando en distintos espacios como una especie de lepra industrial y decorativa, se convertía en sinónimo de “crítica institucional”. En 2005 Buren volvió al Guggenheim, pero esta vez solo. Artista oficial francés más que figura irritante a esta altura, aprovechó la ocasión para volver a presentar una obra en el atrio del museo –ahora un espectacular volumen espejado que iba desde el piso hasta el techo– y dejó vacías las salas situadas a lo largo de la rampa espiralada. A más de treinta años de aquella muestra colectiva, el regreso individual de Buren al Guggenheim con una obra de título elocuente, El ojo de la tormenta, terminó siendo tanto o más polémico que aquel paso fugaz del 71. En este ensayo, la artista y crítica de arte norteamericana Silvia Kolbowski expone sus ambivalencias respecto al retorno de Buren y reflexiona sobre las ironías del mundo del arte internacional de hoy, desde su perspectiva de artista feminista y heredera de la tradición del conceptualismo crítico.
25 de marzo de 2005: Asisto a una mesa redonda en el Barnard College sobre la polémica por la Colección Flick. Friedrich Christian Flick, coleccionista alemán y heredero de criminal de guerra nazi, donó su colección de arte al Hamburger Bahnhof de Berlín, pero se negó a hacer un aporte al fondo de reparación para los trabajadores esclavos sobrevivientes. Organizan el evento Benjamin Buchloh y Rosalyn Deutsche. El debate es oportuno: ¿puede el arte sustituir la reparación política por crímenes de guerra nazis? ¿Qué nuevo papel se está forjando para el coleccionista? (Isabelle Graw: “empresario despiadado”; Buchloh: “regresión al señorío feudal”.) Me sorprende que tan pocos artistas de la colección hayan hecho denuncias públicas. Descubro que el abuelo de Friedrich Christian fue sentenciado en Nuremberg a siete años de prisión pero cumplió sólo tres; ahora Friedrich Christian se toma siete años para reunir una colección de arte y la dona al museo de Berlín por siete años. Parece que hay algo de compulsión a la repetición relacionada con la condena incumplida. Se lo menciono a dos historiadores y un artista, hombres los tres, poco afectos a la teoría psicoanalítica. Descartan la idea de plano. Parece que sólo ciertos patrones son cruciales para la comprensión histórica. (Duda: ¿El psicoanálisis es demasiado femenino? Quiero decir: ¿demasiado “débil” para el análisis político?)
En cena posterior al panel, se conversa sobre museos. Historiadora Alemana alaba crítica de Buchloh al MoMA publicada en Artforum; coincido con ella en lo valioso del análisis, pero le digo que me preocupa que nuestro pesimismo sea demasiado desalentador para estudiantes de arte jóvenes e impresionables . Le cuento que días atrás un grupo de jóvenes estudiantes británicos de arte y curaduría vinieron de visita a mi loft y antes de irse habían cambiado de idea sobre su futura orientación en la carrera. Lamento haberlos deprimido tanto. Historiadora Alemana agrega con entusiasmo que más les vale deprimirse. Le comento que probablemente debería mudarme a Alemania, donde mis melancólicas opiniones serían mejor recibidas y podría tener más reconocimiento.
Historiadora Alemana menciona muestra de Buren en el Guggenheim; insiste en que le gustó mucho. Le comento que la descripción que escuché del espejo instalado desde el piso hasta el techo suena demasiado espectacular y/o pasiva para ser crítica. Me da curiosidad saber por qué el gran espejo le gusta tanto. (Nota: Ir a ver la muestra y resistir habitual impulso a prejuzgar.) En el subte camino a casa, Amiga Historiadora del Arte dice que Michael Kimmelman escribió una reseña odiosa de la muestra de Buren pero mi amiga baja corriendo en la estación siguiente, sin darme tiempo a procesar el dato y preguntarle más.
30 de marzo: Almuerzo con Historiadora del Arte Visitante Europea. Arruino una comida deliciosa de bagels con salmón deprimiéndola con evaluación pesimista de las limitaciones actuales del papel del artista en la cultura. Le cuento que en una muestra reciente de Damien Hirst en la galería Gagosian vi cientos de personas amontonándose frente a esas pinturas oportunistas y –¡por Dios!– comprando remeras de la muestra, pero que más tarde, durante la media hora que pasé en una inteligente instalación en The Kitchen, muy cerca, vi sólo dos visitantes. Le digo que la actual locura del mercado sofoca el interés del público por las obras críticas, que el público está cada vez más impaciente y que las escuelas-factorías de artes producen anualmente toneladas de artistas jóvenes que sueñan con una vida de bohemia y lujo, a pesar de la precariedad general de la economía y de las toneladas anuales de artistas jóvenes. La veo desanimarse pero me cuesta ser mejor anfitriona. La Historiadora del Arte señala importancia de las Pequeñas Intervenciones Críticas en un clima semejante. Trato de evitar el escepticismo y me recuerdo que los reaccionarios de EEUU se ponen muy nerviosos cada vez que una obra de arte crítico logra abrirse paso al gran público. Y que los artistas deberían apoyarse mutuamente en tiempos oscuros. Después del almuerzo, en el abrazo de despedida, me disculpo con la Historiadora del Arte que ahora aturdida, admite tener dudas semejantes a las mías, pero prefiere no oírlas enunciadas en voz alta.
6 de abril: Todavía no leí la reseña de Kimmelman sobre Buren pero guardé el recorte junto con otras doce secciones de arte que no tuve tiempo de leer. A la tarde visito la muestra de Buren. Durante la hora que paso en el Guggenheim, no hay más de cincuenta espectadores. ¿Habrá que atribuir la calma a que es un día de semana? Me sorprende que la instalación sea mucho menos espectacular de lo que imaginaba. Es más elegante que espectacular y lo que se lee inmediatamente es la ausencia de gesto. Recorro las rampas circulares: los espacios detrás de los andamiajes de la estructura me producen más aprensión de lo que imaginaba. En un momento de euforia siento que la ausencia de gesto y espectáculo podría ser un gesto radical, una nada en medio del actual exceso estético y del regreso de la destreza artesanal. Vuelve una vieja pregunta: ¿puede ser crítica una obra que ven –no digamos ya que entienden– tan pocos espectadores? Me voy algo molesta con apliques de colores en las ventanas que están en las galerías de los costados e incluso en el óculo central. ¿Por qué no una ausencia total? ¿Horror vacui?
15 de abril: Recibo e-mail de Isabelle Graw donde me pide un texto sobre muestra de Buren para número de Texte zur Kunst dedicado a la Crítica Institucional. Suspiro y me pregunto cuántos puentes puedo llegar a quemar en una sola vida. Una crítica de una artista a una muestra de un museo importante puede ser el beso de la muerte de su carrera profesional. Finalmente, opto por el proverbial “¿Qué puedo perder?” y decido responder al Imperativo Histórico del Tema en Discusión.
21 de abril: Eligen papa a Benedicto XVI. Voy a cena en loft de Amigo Historiador del Arte que desestima mis quejas sobre la situación del arte, argumentando que los artistas deben “persistir” y “atravesar” las actuales dificultades políticas y generar nuevos enfoques. Le digo que su Visión Triunfante es fácil de sostener para los historiadores del arte, ya que sólo tendrán que responder a todos los maravillosos nuevos caminos que los artistas encontrarán en medio de la vorágine del mercado, el fascismo en ascenso y el colapso nuclear. En algún momento de la cena, mi Amigo observa con desagrado que todos en la mesa hablan de religión. Nos callamos y nos preguntamos cómo se llegó a ese punto. En la cena hablo con un Artista que me dice que sus jóvenes alumnos de artes venden todo lo que producen, incluso videos, y viven de eso. Le pregunto cómo es posible, si yo misma no logro vivir de mi trabajo. Me dice que mi trabajo es demasiado caro y que los coleccionistas que andan a la pesca de futuras ganancias prefieren comprar barato. (Nota: Recordar que debo preocuparme menos por mis alumnos.)
30 de abril: Por la mañana hablo con una amiga y caigo en la cuenta de que la noche anterior me perdí la charla de Douglas Crimp sobre Buren y el inconsciente decorativo. Mi amiga dice que el proyecto de Buren está relacionado con el lugar físico de la obra, pero se pregunta si es crítico en términos institucionales. Me pregunto qué será la crítica institucional hoy en EEUU, cuando las denuncias de corrupción y los escándalos se neutralizan en pocos días, y por lo general no tienen más impacto que uno de esos alienantes reality shows televisivos, conducidos por caducos animadores ya maduros. Me pregunto qué significa hoy “institucional”. ¿Un museo en cada puerto? ¿El poder y el gusto del patrono? ¿Prioridades de mercado? ¿Narcóticos culturales? ¿Ideología posthistórica? ¿Coleccionistas multimillonarios? La clase media ya lo sabe todo y parece acomodarse constantemente. ¿Puede haber una Crítica Institucional de Vieja Escuela si ya no importan las denuncias? ¿O El ojo de la tormenta [The Eye of the Storm] de Buren funciona como una metáfora o alegoría de la superficialidad? Pero cuando hay tanto que ya ha salido a la luz –la corrupción, la codicia, los intereses privados, la tortura, los traslados clandestinos de prisioneros, etc.–, ¿cómo funcionaría una alegoría de la superficie y el respaldo?
Mi amigo pregunta si me enteré de que Flick aceptó hacer el aporte al fondo de reparación. Me complace que las protestas hayan logrado respuestas, pero no puedo evitar preguntarme qué presión obligó a Flick a actuar y qué nuevo infierno surgirá a continuación. (Nota: Recordar periódicamente que un billion son mil millones en inglés, y que cuando billonaire de Wall Street Steven A. Cohen –que tiene por lo menos dos mil millones– gasta U$S 52 millones en un Pollock, U$S 25 millones en un Picasso y otros U$S 25 millones en un Warhol, todavía le sobran 1898 millones).
6 de mayo: Cena en casa de Pintor Español que vive en Nueva York. Nos acompaña Amigo Arquitecto Suizo que está de visita. Pintor Español y esposa viven en loft de edificio de Tribeca sin ascensor. Hay manchas de humedad en el cielo raso del encantador loft, artísticamente diseñado. La esposa del Pintor Español dice que ella y su marido viven en el único edificio no reciclado que queda en Tribeca. Le digo que seguro debe haber otros, pero sospecho que tiene razón. Discutimos el escándalo Flick y el Amigo Arquitecto Suizo dice que en su país la gente rechazó una oferta de Flick de abrir un museo. “¿Cómo?”, pregunto. Me mira como si hubiese preguntado una tontería y me dice que hicieron pública su indignación y lo echaron de la ciudad. Observo que una reacción semejante es impensable hoy en día en este país, a menos, por supuesto, que el coleccionista se interesara por el arte crítico de los EE.UU. El Pintor Español comenta apesadumbrado que la de Flick es una historia viejísima: si alguien mata a un hombre se pasa el resto de la vida en prisión, pero si mata a cincuenta mil hombres solo estará en prisión un par de años, en el peor de los casos, como lo demuestra la experiencia de Bush en Irak. La velada no ayuda a levantarme el ánimo.
8 de mayo: Voy de nuevo a la muestra de Buren. Quiero ver si hay más visitantes que la última vez y echarle otro vistazo. La concurrencia es tan escasa como en la primera recorrida. Es raro: durante una visita reciente al Guggenheim para ver El Imperio Azteca [The Aztec Empire] casi me atropellan mientras trataba de entrar en el ascensor y cientos de espectadores prepotentes bloqueaban vitrinas de joyas. Como bien observó mi acompañante arquitecto, el Guggenheim no fue diseñado para éxitos de taquilla.
Guardiana del Museo dice que la muestra de Buren estuvo más concurrida viernes y sábado. Apremiada por un insistente interrogatorio, admite que prefiere las exposiciones menos concurridas porque permiten una vigilancia más eficaz y hay más tiempo para explicaciones a los visitantes. Señalo que en El Imperio Azteca hubo mucha más gente que en esta, y ella dice, con acento de Europa del Este, “¡Claro! ¡El oro es interesante!”, pero luego agrega que la escultura de Buren también es interesante.
Noto que los espectadores serpentean rápidamente por las rampas, pero luego se quedan largo rato en la fuente del hall central, sentados, estirando la cabeza hacia arriba para observar la instalación. Al mirar desde lo alto, descubro que en cinco minutos tres personas les han sacado fotos a sus divertidos amigos que se alternan para pararse contra el gran espejo y alzar una pierna. El espejo divisorio duplica la pierna levantada y hace que la gente parezca suspendida en el aire. El elemento reflejado, tan material, crea y disuelve forma y espacio. También parece desafiar la gravedad y da la impresión de divertir a los espectadores, que no respetan la “gravedad” de ser espectadores en un museo famoso. Interesante notar que un proyecto tan austero genere humor.
10 de mayo: Asisto a programa vespertino en el Guggenheim, durante el cual Buren, de pie en el estrado, responde a fragmentos de críticas a El ojo de la tormenta que leen empleados del museo. Me resulta un Formato muy Desafortunado y Embarazoso, pese a que estoy sentada junto a Amiga Historiadora de Arte que parece disfrutarlo. Buren se refiere a la reseña de Kimmelman publicada en el New York Times, “Alto visitante francés se instala en el Guggenheim” [Tall French Visitor Takes Up Residence In the Guggenheim], y señala que la referencia a un visitante “francés” invoca la arremetida de Bush contra los franceses en relación con la invasión a Irak. Es convincente, sobre todo porque en el artículo Kimmelman hace lo imposible por triturar la teoría del arte (¿importada?) cada vez que puede. Pero no puedo evitar advertir que Buren es más bien bajo, y me pregunto si en la referencia de Kimmelman a “un alto visitante francés” no habrá cierta sorna masculinista para humillar a Buren y al arte conceptual.
A continuación Buren hace presentación en Power Point de casi mil imágenes documentales de su obra, desde años cincuenta hasta el presente. (Duda: ¿Está permitido comer en los auditorios de museos elegantes para acallar los ruidos del estómago?) La obra de la última o las últimas dos décadas parece perturbadoramente acrítica. Mi Amiga Historiadora de Arte se vuelve hacia mí sorprendida y leo en sus labios las palabras: “¡Es puro esteticismo!”. Y es cierto que es difícil imaginar qué hay de crítico en un enorme espacio histórico de exhibición, ocupado con un piso elevado y espejado, de modo tal que los arcos de ladrillo del espacio se reflejen y creen un efecto como de laberinto de espejos. (Duda: ¿Más teoría habría solucionado el problema?)
17 de junio: Viajo a Londres. En avión leo artículo sobre Thomas Krens que guardé del New York Times. Es interesante apuntar comentario del periodista de que “la actual junta de administración [del Guggenheim] es conducida por miembros destacados del mundo de los bienes raíces de Nueva York, que comparten el sueño del señor Krens de construir imperios”.
23 de junio: Visito la Tate Modern para ver la exhibición histórica de arte conceptual, que incluye Shapolsky et al. Sociedades inmobiliarias de Manhattan, 1971 [Shapolsky et al. Mahattan Real Estate Holdings, 1971], de Hans Haacke. Es el proyecto que el Guggenheim se negó a exhibir en el escándalo de 1971 que causó el despido del curador Edward Fry y que ahora, irónicamente, pertenece a un museo francés. Me pregunto si el Guggenheim recapacitaría y exhibiría hoy el proyecto –sobre un propietario neoyorquino de viviendas de barrios bajos–, en un momento tan oportuno de su historia institucional. Me pregunto si debería estar escribiendo esto, pero me doy cuenta de que, como el Guggenheim rara vez da espacio a artistas mujeres, no corro demasiado peligro.
Traducción: Silvina Cucchi y Maximiliano Papandrea
Imágenes [en la edición impresa]. Daniel Buren, The Eye of the Storm, trabajo in situ en el Museo Solomon R. Guggenheim, Nueva York, marzo-junio de 2005, foto de David Heald, p. 11; afiche del panel de debate en el Barnard College, 25 de marzo de 2005 (póster: S. Kolbowski), p. 12; Hans Haacke, Shapolsky et al., Manhattan Real Estate Holdings, A Real Time Social System as of May, 1971 (detalles), © Artists Rights Society (ARS), Nueva York, p. 14; Daniel Buren, Inside (Centre of Guggenheim), 1971.
Silvia Kolbowski nació en 1953 en Buenos Aires. Vive y trabaja en Nueva York. Entre sus proyectos recientes, Proximity to Power, American Style, una obra sobre aspectos relacionales del poder masculino, se incluyó en la muestra Inadequate… Like… Power, en Secession, Viena, en 2004. Este ensayo, aparecido originalmente en alemán en Texte zur Kunst 15, N° 59 (setiembre 2005) y luego en inglés en October N° 115 (invierno 2006), se publica aquí con autorización de la autora.
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