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Meteorito

ARTES

 

De cómo Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg sirvieron a la imposible reunificación de dos mitades de un meteorito del Chaco argentino.

 

¿Quién fue? ¿Quién lo hizo, y por qué?

Así empezó El Taco: como un whodunit. Iniciados en la mitología del espacio –como más de una generación– por el charme supersonicoide del Planetario de Buenos Aires, dos artistas visitan el descascarado ovni esférico diseñado por Enrique Jan, se detienen más de lo debido en la mitad de meteorito que finge montar guardia a la entrada, olvidada sobre un pedestal de vulgar hormigón, y empiezan a preguntarse lo que se preguntaría cualquiera, detective o no, que aún se resistiera a confundir los signos de interrogación con ganchos para perchas. ¿Dónde está la otra mitad? ¿Quién lo cortó? ¿Cuándo? ¿Por qué? Algunos años después, en octubre de 2010, el caso parece resuelto y cerrado: el herrumbrado centinela del Planetario yace junto a su media naranja en Portikus (Fráncfort), uno de los espacios de exhibición de arte contemporáneo más prestigiosos de Europa.

Resuelto o no, el caso, sin embargo, no ha hecho más que abrirse. Para cerrarse, por lo pronto, ha tenido antes que estallar, multiplicarse, declinarse a través de un complejo hojaldre de dimensiones que sólo una Cosa tan fuera de lugar como un meteorito, carne de otra carne, deseada por dos artistas menos apegados a las cosas que a la aventura, podía conjurar en forma simultánea: persistentes fantasmas de infancia, astronomía, física, imaginario de ciencia-ficción, geopolíticas institucionales, políticas de Estado científicas, ideologías patrimoniales… hasta llegar al Arte. En algún sentido, ese zigzagueante itinerario terrestre, poblado de accidentes demasiado humanos, parece reproducir a escala, en proporciones extenuantes pero mensurables, la marcha inconcebiblemente larga que el meteorito tuvo que completar desde que nació, hace unos cuatro mil quinientos millones de años –en la misma sala de partos que un coetáneo prometedor más tarde conocido como Sistema Solar–, hasta que irrumpió en la atmósfera de la Tierra, unos cuatro mil años atrás, y para estupor de chañares y vizcachas (o como se llamaran sus precursores) se desplomó en el territorio de lo que hoy es la región del Gran Chaco.

Sin embargo, lo que Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg exhibieron en Portikus entre septiembre y noviembre del año pasado no fueron exactamente las respuestas con que resolvieron el whodunit, ni la investigación polimorfa que llevó hasta ellas, ni las derivaciones político-institucionales que produjeron. Lo que exhibieron fue la Cosa sola: las dos mitades del meteorito enfrentadas en el punto central de un paralelepípedo blanco, amplio (trece metros por ocho), de piso de cemento alisado y paredes completamente peladas, iluminado desde arriba de un modo tenue y homogéneo. Todo lo demás (básicamente, los cinco años que los artistas llevan trabajando en Una guía para Campo del Cielo, el proyecto de investigación sobre el yacimiento de meteoritos homónimo del que El Taco –como hace unos años la primera estampilla 3D de la filatelia argentina, impresa con el retrato del Chaco, otra vedette de Campo del Cielo– es sólo una parte) quedaba afuera, en uno de esos offs reservados e influyentes que presionan invisiblemente sobre lo visible para transformarlo de manera radical. (Durante la muestra, de hecho, “todo lo demás” estaba disponible en The Campo del Cielo Meteorites Vol. 1. El Taco, un libro formidable coeditado por Documenta 13 y Hatje Cantz que los visitantes podían consultar si la curiosidad los empujaba hasta los ejemplares sembrados por los artistas en el entrepiso de la galería.)

Imposible eludir los efectos de ese display minimalista, como de jardín japonés. La decisión –cuyo filo brilla particularmente en el marco de un proyecto cuyos responsables se piensan a sí mismos más como “favorecedores” o “médiums” que como agentes de intervenciones drásticas– convertía al meteorito en eso que Daniel Birnbaum, director de Portikus, describía bien como un “ready-made cósmico”. Desnuda, sin documentación ni fotos ni textos que la apoyaran, explicaran o reconstruyeran su historia, su calvario, su razón de ser, la Cosa parecía aislarse y sufrir una contracción, y ensimismarse en una densidad artística extrema, tan terca y apretada como los casi mil seiscientos kilos de hierro-níquel (con sus incrustaciones de silicato-grafito) que informaban su composición mineral. En el acto (de mirarlo, pero también de mirarnos), el meteorito se volvía el colmo de la Cosa artística: una escultura. Sin embargo, lejos de “normalizarla”, ese estatus artístico parecía profundizar toda la potencia de inquietud que acechaba en la Cosa. En primer lugar, desde luego, su condición extranjera, de primer exterior, de Cosa de Otro Mundo. Y esa fue quizás una de las varias y raras lecciones tangenciales de la muestra de Goldberg y Faivovich: haber resucitado, en la escultura como noción y sobre todo como experiencia, una función altamente perturbadora que parecía aletargada: una función de Cosa. Es decir, una cierta configuración de silencio, quietud, distancia y mirada donde se hubiera dicho que el sentido se esterilizaba –mientras el cosmos parecía deletrear el viejo axioma de Frank Stella: “what you see is what you see”– pero el aura, al mismo tiempo, nos interpelaba como nunca antes. Como escultura, El Taco actualizaba dos viejas y nobles perplejidades benjaminianas: por un lado, la presencia de una lejanía (ahí, ante nosotros, una Cosa única, inédita, venida desde un más allá difícil de imaginar, expectante como un testigo que tiene un par de cosas en la punta de la lengua); por otro, la disponibilidad total de lo que es y será siempre inalcanzable (una Cosa muda, a la vez entregada y hermética, que los visitantes podían tocar, los niños escalar a gusto y los new agers someter a sus subrepticios testers energéticos, pero en la que nadie ni nada podrían dejar jamás huella alguna).

“Cosa de otro mundo”, por supuesto, es un pleonasmo coloquial.Toda Cosa es por definición Cosa de otro mundo. Ser de otro mundo es precisamente lo que la define como Cosa (y lo que la separa definitivamente de ser un “objeto”). Lo enseñan, casi diez años antes que Lacan, que dedicó al problema la mitad de su seminario VII, Christian Nyby y Howard Hawks, director y productor respectivamente de The Thing from Another World (1951), una fábula de ciencia-ficción clase B que, fiel al Zeitgeist de la Guerra Fría, alucinaba la enésima amenaza bolchevique bajo el pretexto de una Cosa sin ser ni forma ni nombre que se descolgaba del cielo y exterminaba uno a uno, en riguroso orden, al elenco entero de científicos de una misión asentada en el Polo Norte. En el caso de El Taco, más que atemperar su condición alienígena, la artisticidad de la Cosa la recortaba y depuraba al límite, atribuyéndole la misma limpieza de líneas y el mismo grado de disonancia visual que Stanley Kubrick (otro gran dealer de narcoespacio al que sucumbieron oportunamente los niños Goldberg y Faivovich) le atribuye al famoso monolito que alborota ese paisaje de rocas y simios en la secuencia inaugural de 2001 Odisea en el espacio (sólo que el anacronismo aparece deliciosamente invertido: en el film de Kubrick, la Cosa contemporánea pervierte un contexto prehistórico, mientras que el contexto hipercontemporáneo de Portikus acogía en son de paz a una Cosa tan arcaica como el sistema solar). Ready-made cósmico, pues, pero al cuadrado: porque esa Cosa de la “naturaleza” que se volvía arte al implantarse en el espacio de la galería ya había sufrido antes una mutación primera, análogamente vertiginosa, al cruzar la frontera que separa al otro mundo de este. Duplicidad fatal y hasta traviesa de la Cosa: ¿qué es metáfora de qué? ¿La galería de arte de la atmósfera terrestre o la atmósfera terrestre de la galería de arte? ¿El arte del cosmos o el cosmos del arte?

Pensándolo bien, todo se veía un poco doble en Portikus. Empezando por el meteorito mismo, exhibido en dos mitades que por lo demás, aunque era verosímil que pertenecían al mismo Todo, estaban lejos de ser idénticas. Una tecnología de avanzada, más precisa que ecuánime, las había separado en 1965 en el Massenspektroskopische Abteilung del Max- Planck-Institut für Chemie de Mainz,Alemania. Una mitad había vivido medio siglo en los Estados Unidos, al amparo del confort y la temperatura rigurosamente monitoreada de los depósitos, laboratorios y salas de exposición del Smithsonian Institution (la institución que a principios de los años sesenta, vía una negociación no siempre ejemplar, consiguió que la Argentina le cediera El Taco en préstamo): era un poco más grande que su otro yo (unos ciento veinte kilos) y lucía brillante, impecable, bastante vital (lo que no es poco decir para un ente de casi cinco mil millones de años). La otra era opaca, como suelen ser los parientes pobres, y mostraba los signos de deterioro naturales infligidos por una vida azarosa, con un séjour de siete años no muy concienzudos en el Museo de Mineralogía y Geología de Buenos Aires y treinta y ocho de intemperie en el entorno húmedo y verde y desidioso del Planetario del arquitecto Jan. En Portikus bastaba detectar al vuelo esas diferencias de clase para que palabras como “reunificación” o “reintegración” –desde 1990 tan alemanas, y tan evocadas a propósito de Meteorit “El Taco”– sonaran de inmediato a wishful thinking.

En efecto, parte del proyecto de Goldberg y Faivovich consistía en “reunir” esas dos piezas que la indolencia o el cipayismo argentino, la avidez científico-colonial norteamericana y las desigualdades tecnocientíficas entre Primer y Tercer Mundo habían condenado a un exilio estereofónico. Pero una parte no menos importante fue presentarlas en la imposibilidad misma de reunirse, exhibiendo en el centro del centro, como la Cosa de la Cosa, digamos, la distancia que impedía (que impediría siempre) que las dos mitades –como las que postula la alegoría de los dobles divididos en El banquete de Platón– volvieran a componer el todo que alguna vez habían formado. Son sesenta centímetros de distancia. Es decir, nada. Pero cinco centímetros menos y el piso de Portikus habría colapsado, desfondado por el peso de una sobredosis de masa insoportable. Faivovich y Goldberg volvían a su papel de meros eslabones: no fueron ellos quienes decidieron la distancia entre mitad y mitad, sino el ingeniero que calculó los posibles efectos del meteorito sobre la estructura de la galería si las dos partes, como se suponía que sucedería, se acercaban hasta tocarse.

Pero los artistas no disimularon; no travistieron “de arte” lo que se imponía como una exigencia o una amenaza física. Se atuvieron a esa distancia límite, el casi de una reunificación asintótica. Así, si al minimalizar el display habían optado por “autonomizar” la obra, o en todo caso por desplazar los pormenores de su historicidad hacia una instancia segunda (el libro), menos evidente y librada a la iniciativa del espectador, se diría que sólo lo hicieron para reinscribir la historia de manera aún más radical, en la medida en que se hacían eco de la distancia dictada por lo real de la Cosa: como abertura, espaciamiento, hiato, como lo que hace que la obra no pueda ser Una más que como simulacro invisible, afantasmada en esa réplica de fibra de vidrio, liviana como un papel pero fiel al tamaño y la forma del meteorito original, que los americanos, una vez que la piedra volvió al Smithsonian desde Alemania, donde la habían cortado, enviaron a la Argentina junto con la mitad que le correspondía. El “fracaso” del proyecto (la imposibilidad de “reconciliar” las dos mitades) reinscribe en la Cosa el litigio, la controversialidad, el largo reguero de equívocos, tensiones y desigualdades que la estrategia minimalista de exhibición parecía confinar a la trastienda de la galería, y la Cosa, no sin ironía, vuelve a hacer justicia a la recóndita etimología jurídica que la sacude y la hace vacilar. La Cosa, tan tautológica, tan satisfecha de sí, se vuelve causa, motivo de debate y de disenso. 

 

Imagen [en la edición impresa]. Faivovich & Goldberg, Paik y El Taco, 14 de noviembre, 2010. Vista de la exhibición Meteorit "El Taco", Portikus, Fráncfort. 

Lecturas. Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg, The Campo del Cielo Meteorites. Vol. I: El Taco (Kassel, Documenta 13 / Hatje Cantz Verlag, 2010).

 

El Taco a dos voces 

Carolyn Christov-Bakargiev: ¿Qué cosa está en el mundo pero es más vieja que el mundo?

Daniel Birnbaum: ¿Quieres decir que este objeto en cierta forma no es parte de nuestro mundo?

CCB: Sí, ha llegado a formar parte de nuestro mundo, pero viene de un lugar lejano y es muy, muy viejo. Es trascendente e inmanente al mismo tiempo. Y se encuentra en esta condición imposible porque sufrió una suerte de trauma al ser atraído hacia nuestra órbita y desintegrarse.

DB: Supongo que ha de ser el objeto más antiguo dentro de esta exhibición. ¿Estás segura de que se trata de una obra de arte?

CCB: ¿Acaso estamos seguros de algo? ¿Estamos seguros de ser “nosotros” por el mero hecho de saber que habremos de morir y porque tenemos lenguaje? ¿Qué es para ti una obra de arte?

DB: Bueno, dudo de que pueda darte de inmediato una buena definición de la noción de “arte”. Pero estoy bastante seguro de que este ready-made cósmico será aceptado como una obra de arte y, por cierto, una bastante genial. Pienso en un libro reciente, titulado Après la finitude [Tras la finitud], del filósofo francés Quentin Meillassoux, que vale la pena traer a colación. Meillassoux habla acerca de ciertos objetos tan antiguos que preceden no sólo a la humanidad y a cualquier forma de vida inteligente sobre el planeta, sino a cualquier forma de vida que conozcamos. Se pregunta qué pueden decir estos objetos respecto de nuestra tradición filosófica moderna, que toma la subjetividad y el lenguaje como puntos de partida. Para él, el hecho de que tengamos estos objetos y que podamos formular proposiciones científicas acerca de ellos nos obliga a pensar más allá de la insistencia en la finitud que es típica del pensamiento moderno de Kant en adelante. El meteorito podría ser un ejemplo de ello…

CCB: Sí, podría ser, si se lo mira desde el punto de vista del tiempo. No obstante, Karl Marx, en “Los meteoros”, el quinto capítulo de su disertación doctoral, emplea la teoría de los cuerpos celestes de Epicuro para argumentar prácticamente lo opuesto. Según él, comprender la materialidad de los meteoritos permite evitar cualquier creencia en lo incognoscible y en el infinito: “Los cuerpos celestes son la realización suprema del peso. En ellos se resuelven todas las antinomias entre forma y materia, concepto y existencia, que constituyeron el desarrollo del átomo; en ellos todas las determinaciones necesarias se presentan realizadas”. De un modo u otro, la dispersión meteórica de Campo del Cielo, ubicada mil doscientos kilómetros al norte de Buenos Aires, Argentina, era conocida desde tiempos inmemoriales por los habitantes precolombinos de la región y desde fines del siglo XVI por los españoles, si bien no fue sino hasta fines del siglo XVIII cuando los científicos se convencieron de que los meteoritos habían caído del cielo y no eran rocas provenientes del núcleo de la Tierra.

DB: Una última pregunta. Con esta exhibición procuramos volver a juntar lo que siempre debió ir unido. Pero, desde ya, nuestra roca todavía está partida en dos. ¿Ves en esto una obra trágica?

CCB: Considero la reunificación del meteorito El Taco, de Campo del Cielo, como una obra jubilosa que celebra –al menos de manera provisional– la posibilidad de la reintegración. Que se divida de nuevo al final de la exhibición sólo reafirma el hecho de que a veces el arte puede ser mucho mejor que la vida.

 

Traducción del inglés de Mónica de la Torre

 

“Prólogo”, en Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg, The Campo del Cielo Meteorites. Vol I: El Taco (Kassel, Documenta 13 / Hatje Cantz Verlag, 2010).

Carolyn Christov-Bakargiev es directora artística de Documenta 13.
Daniel Birnbaum fue director de Portikus y Städelschule, Fráncfort (2000-2010). 

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