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Pequeño Gordín ilustrado

ARTES

 

Si la obra de Sebastián Gordín se desplegara por entero alguna vez, El libro de oro de Scoop, traicionando apenas la cronología, debería abrir el recorrido. Gordín empezó a construir miniaturas a fines de los ochenta, pero esa pequeña pieza del 93 condensa y expande su universo como pocas. En un libro abierto sobre una base de madera, Scoop, un robot descoyuntado de Marvel Comics, ocupa una ilustración colorida a toda página, irrumpe entre los caracteres góticos de la siguiente, cobra volumen y deja ver, bajo la hoja rasgada, la escena fantástica que ahí mismo se relata. Con prodigiosa economía, Gordín superpone un tópico clásico del cuento infantil –el juguete que cobra vida– con un personaje caro a la historieta futurista –el autómata destructor–, les da nueva entidad, los corporiza y los reanima; atraviesa el límite de la ficción, rompe el marco e invita al lector-espectador a pasar del otro lado. Todo es ficticio, si se quiere, más ficticio que en el cuento infantil o en la historieta, pero la obra realiza a su modo, modesto e instantáneo, el deseo consustancial a la ficción fantástica: la animación de lo inanimado. En la progresión hacia las tres dimensiones, revela la usina secreta y el dispositivo básico que anima su reino privado: una escena surgida del exuberante imaginario del pulp fiction cobra forma en un mundo miniaturizado que Gordín manipula a su gusto para congelarlo en otro tiempo, nostálgico e infinito. La obra implosiona con gracia las metáforas contradictorias del libro –superficie y profundidad, exterioridad e interioridad, clausura e infinito– mientras que el cambio de escala produce efectos curiosos: el gigantesco robot que arrasa ciudades a su paso se vuelve inofensivo, casi tierno, en la versión mini que descarrila un tren de huevo Kinder.

Gordín se autorrefiere sutilmente. Como El libro de oro de Scoop remix del cuento infantil, las sagas del gótico tardío, la fantaciencia, el cómic popular y el cine catástrofe retro–, su obra abreva en el amplio espectro del fantasy, mediado invariablemente por las formas reconocibles de la cultura de masas o por la tecnología obsoleta de algunos de sus dispositivos mecánicos. También los materiales se someten a esa modelización secundaria. Bricoleur en sus comienzos, artesano multifacético después, Gordín encarna al artista como homo faber posindustrial, capaz de redireccionar una variedad de materiales disponibles en el mercado, desarrollar las destrezas técnicas necesarias para recombinarlos y fabricar su minimundo paralelo. Connoisseur del populoso universo de las piezas prefabricadas, perito en técnicas menudas, es un dandy del universo Mecánica Popular a pequeña escala. Benjaminianamente, encuentra un potencial liberador en esos mecanismos obsolescentes que han conseguido escapar de la tiranía del uso y revelan, a la luz del último rayo de una estrella agonizante, la promesa vacía del progreso tecnológico.

Sin forzar la simetría, tres o cuatro ejemplares de revistas (variantes cerradas del libro) podrían cerrar el hipotético recorrido. La serie de tapas de novelas gráficas en marquetería que Gordín inició en 2007 dan espesor literal a sus dibujos, revisitando una vez más la colección de Fantagraphics –Weird Tales, Fantastic Mysteries, Amazing Stories (p. 39)– con diseños propios. En la escultura plana, en el dibujo de ínfimo relieve, encuentra una nueva economía de materiales y volúmenes para dar cuerpo a sus relatos fantásticos nunca narrados. Híbrido de dibujo, pintura, escultura, maqueta, microscopía, instalación o diorama, el único medio específico de la obra es la ficción. “No soy un gran lector”, dice Gordín como en un epígrafe de la muestra, “pero tengo una relación muy estrecha con la literatura”.

Del cuento maravilloso o la fantaciencia al cómic, de Winsor McCay, Edward Gorey o los simbolistas visionarios Odilon Redon y Felicien Rops a Tim Burton, la enciclopedia de Gordín abunda en creadores de mundos extraños que reeditan el encantamiento infantil revitalizando el juego, la magia, el misterio o el horror, con disparadores mínimos, a menudo ingenuos, del ilusionismo fantástico. La obra se deja habitar por esos imaginarios fabulosos pero les imprime una marca personal, un tono de melancolía nostálgica atenuada con una cuota de humor, más juguetón en las acuarelas o las piezas de marquetería que simulan tapas de revistas, más oscuro en la recuperación sesgada de clásicos del cine de horror. Artesanía, miniatura y juego se imbrican naturalmente, pero Gordín mezcla restos de fuentes dispares, y al mismo tiempo diversifica y combina los dispositivos capaces de materializarlos. La caja de juego de mesa, la casa de muñecas, la maqueta, las tapas multiplican las posibilidades de presentar una escena estática que promete pero nunca entrega un relato. Cada una a su modo, dan forma concreta al juego de visibilidad e invisibilidad, escamoteo y develamiento que articula toda narración (cajas que se abren, cajas transparentes, cajas opacas), las variaciones del punto de vista (perspectivas frontales, aéreas, espejadas), el distanciamiento (la caja de vidrio, la caja opaca con mirilla, el diorama) y sobre todo el cambio de escala (miniaturas, maquetas, juegos ópticos), pero aun así se niegan a desplegar un relato, arrestadas en un tiempo fuera del tiempo que vuelve las escenas mudas, crípticas o insignificantes. Todo está dispuesto para que surja una historia y sin embargo sólo queda el rastro misterioso de lo que ha sucedido o el enigma de lo que podría suceder y no se narra. No se trata de la típica vacilación del fantasy entre la explicación natural o sobrenatural de un suceso insólito. Las escenas de Gordín se congelan mucho antes: “cobran vida” en un espacio de agregación miniaturizado, pero es una vida exánime, privada de las relaciones de causa y efecto que estructuran un relato. Como toda miniatura, pertenecen a un mundo exterior y anterior al presente, y por lo tanto vaciado de sentido, apenas una alusión material a un texto del que ya no disponemos, del que nunca dispusimos en realidad, salvo en un orden ficticio y secundario.

De ahí el gusto de Gordín por los marcos, las portadas, los espacios liminares, en los que nada ha sucedido todavía. Porque aun cuando es posible atravesar el umbral (abrir la caja, entrar en el libro, mirar por la mirilla), el interior frustra a menudo la expectativa. En los Gordinoscopios (pp. 52 y 53) del 96, de manera característica, el tamaño de la caja es inversamente proporcional al relato que se ofrece más allá de la mirilla. Colosos arquitectónicos nacidos para albergar multitudes en las grandes ciudades languidecen en la desolación del vacío. No hay suceso que se ofrezca a la curiosidad del ojo que se asoma. El único enigma radica en el juego de escalas contrariadas que esconde el truco de la ilusión óptica dentro de la estructura opaca.

 

Por regla general, Gordín altera las dimensiones de los objetos reales que inspiran sus esculturas, pero prefiere por algún motivo el formato reducido. Como si obedeciera a un mandato cifrado de su apellido, construye gran parte de su mundo en diminutivo. La miniatura se asocia con toda lógica al juego infantil pero la pequeña escala no es patrimonio exclusivo de la infancia. Porque ¿quién da juguetes al niño sino el adulto? La pregunta es de Walter Benjamin, quien en la estela de Baudelaire advirtió el carácter antiutilitario y antiburgués del juguete. (“En un gran almacén de juguetes”, escribe Baudelaire, “hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible a un hermoso piso burgués. ¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real?”.) En los coleccionistas de juguetes antiguos y libros infantiles, Benjamin encontró un tipo humano que veía extinguirse en el reinado rampante del consumismo burgués; en el juego infantil, anclado en la repetición y la exageración, una vía de escape a la realidad amenazante.

Pero hay una relación todavía más esencial, más ontológica, entre representación y miniatura. Si el arte es una forma sintética del mundo (“el arte trabaja a escala reducida”, dice Lévi-Strauss), la miniatura es la puesta en escena más literal de esa correspondencia sinóptica. De ahí su declarada teatralidad. Nada sucede en los microescenarios estáticos de la miniatura, pero todo sugiere un uso y una contextualización que invita a ponerlos en marcha, a proyectar acciones por medio de asociaciones o recuerdos de otros usos. Reducidas en escala, contenidas en un cuadro quieto, las cosas parecen abrirse para revelar sus secretos con la misma lógica del microscopio que descubre la vida dentro de la vida, el sentido dentro del sentido. Espacio cerrado dentro de un espacio cerrado, interior de un interior, la escena en pequeña escala promete una interioridad infinita a salvo del paso del tiempo.

Los minibarrios de Gordín, sus miniedificios y sus minimonumentos, pero sobre todo sus cajas de vidrio con microescenas congeladas, responden a ese doble afán de interioridad y aislamiento. Pequeñas máquinas sinópticas, sus mundos cerrados figuran fantasías innombrables, como si materializándolas en escala reducida Gordín pudiera explorarlas, domesticarlas, cifrar sus sentidos secretos. El mundo de la miniatura es por lo general un mundo cercado (Swift, recordemos, crea el Lilliput de Gulliver en una isla y Joseph Cornell dispone sus pequeños tesoros hallados en cajas de madera y vidrio) para que el orden que los rige permanezca perfectamente inalterado. “El vidrio”, observa Susan Stewart en un estudio filoso de la miniatura, “elimina la posibilidad de contagio, de experiencia vivida incluso, y maximiza la posibilidad de visión trascendente”. Pero en las piezas de Gordín el vidrio no es sólo un límite protector sino una huella material de la lejanía, puesta en escena del artista adulto que exhibe su representación distanciada del mundo. También los foquitos que iluminan muchas de las obras subrayan la teatralidad deliberada del dispositivo. La otra medida de la distancia la impone un tiempo fuera del tiempo que se recupera con nostalgia. En los objetos demodé, en las técnicas al borde de la obsolescencia, el artista ve brillar un último destello de la dimensión utópica que alguna vez alentaron.

 

Bombas de acuario que empujan vaselina líquida por unos tubitos y simulan lluvia o aguanieve, piezas de instrumental de laboratorio que hacen las veces de lámparas, bombitas de agua que hacen soltar lágrimas, mirillas, cables, bisagras: tras los bastidores del arte de Gordín se oculta el taller de un artesano consumado que pone sus habilidades prácticas al servicio de la imaginación fantástica. Más que del desecho industrial o de los restos del consumo que nutren el bricolaje, Gordín se sirve de máquinas menudas, piezas sueltas y una serie inclasificable de materiales industriales que desvía robinsonianamente de sus usos más habituales para adaptarlos a sus reinos miniaturizados. Su isla se extiende en un radio urbano perfectamente delimitado en el que abundan negocios de rubros inimaginables, templos laicos de útiles de toda escala que satisfacen las mil necesidades del artesano: La casa del celuloide, El mundo del transformador, El mundo de la galvanoplastia. Gordín encuentra ahí la materia prima de sus máquinas y se afianza en los secretos de los saberes técnicos más dispares. Carpintero, electricista, mecánico, marquetero, galvanoplasta: un amplio espectro de habilidades y destrezas específicas le permite materializar sus mundos fantásticos, aunando la imaginación y la mano, la razón y el trabajo, la teoría y la práctica. Si los rigores de la industrialización separaron drásticamente el trabajo del juego (el trabajo se volvió “extremadamente grave”, anota Huizinga en Homo ludens), el artesano es capaz de reconectarlos y transformarlos expresivamente en arte. “El trabajo artesanal”, propone Richard Sennett en una extendida reivindicación del rol social y cultural del artesano, “pone el foco en los objetos mismos y las prácticas impersonales, atempera la obsesión, estimula la curiosidad y la reflexión sobre el uso y el sentido de las cosas”. Desde que Gordín se alejó de la imagen bidimensional, el trabajo artesanal imbuido de juego se fue transformando en arte. La curiosidad práctica por los usos posibles de un material, el gusto por el tiempo lento del trabajo opuesto a los tiempos rápidos de la creación instantánea, lo acercaron a otros artistas –Miguel Harte, Benito Laren, Marcelo Pombo, Fabio Kacero–, compañeros de ruta desde sus comienzos en el Centro Cultural Rojas. Pero hay otra historia más personal que explica el protagonismo del homo faber en el origen de su arte. Dice Gordín que el mandato familiar exigía que acompañara el futuro incierto del artista con algún oficio. “Tuve que encontrar una forma de hacer arte que reuniera mi vocación, mi voluntad y mi deseo”, confiesa, como si la constricción le hubiese inspirado la fórmula, “y además cumpliera con ciertas pautas familiares. Debe ser por eso que soy artista pero también soy electricista, mecánico, carpintero. No se dirá que no trabajo”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, El libro de oro de Scoop (1993), masilla esmaltada, madera y aluminio, 25 x 45 x 36 cm, foto: Daniel Kiblisky, p. 38; Sea Stories y Ghost Stories (2008), láminas de madera sobre MDF moldeado, 20 x 26 cm, fotos: Pablo Mehanna, p. 39; El otoño del media cara (2006), madera, vidrio, bronce, poliéster, vaselina líquida y bomba de agua, 78 x 80 x 51 cm, fotos: Pablo Mehanna, p. 40; Sebastián Gordín en su taller, foto: Pablo Mehanna, p. 41.

Lecturas. “Juguetes antiguos”, de Walter Benjamin, se incluye en Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes (Buenos Aires, Nueva Visión, 1989). “Moral del juguete”, en las Ouvres complètes de Charles Baudelaire (París, Gallimard, 1951). Para pensar la miniatura es imprescindible el ensayo de Susan Stewart, On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection (Durham, Duke University Press, 1993). The Craftsman, de Richard Sennett, fue publicado en New Haven y Londres por Yale University Press en 2008, e incluye la consideración de Homo ludens de Johan Huizinga. Las citas de Gordín surgen de varias conversaciones registradas en marzo de 2008. Una versión completa de este artículo se publicará en Gordín, que Adriana Hidalgo editará próximamente en la serie Libros Sobre Artistas.

Sebastián Gordín (Buenos Aires, 1969) estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. Desde la primera exposición individual en el Centro Cultural Ricardo Rojas en 1989, expuso su obra en numerosas muestras individuales y colectivas en el país y en el exterior. Vive y trabaja en Buenos Aires.

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