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Harun Farocki. Una introducción

CINE

 

A lo largo de 35 años y unas 60 películas, el alemán Harun Farocki se ha convertido en el Michel Foucault del cine de ensayo: un arqueólogo de la imagen que desmenuza el modo en que la cultura contemporánea modela la subjetividad humana. El experto Thomas Elsaesser revisa algunos de sus métodos.

 

“¿Quién es Farocki?” fue el famoso titular que en 1975 usó Cahiers du Cinéma para el que quizás haya sido el primer ensayo sobre el director. De esto hace tiempo, lo cual confirma que hace mucho que Farocki está entre nosotros: ya en 1975 llevaba una década filmando. La primera vez que escribí sobre él fue en 1983; la primera que lo presenté a un público en vivo, en 1993. Para entonces pude llamarlo, bastante justificadamente,“ el más conocido cineasta alemán desconocido”. Un año más tarde, Farocki tuvo su primera gran retrospectiva en los Estados Unidos, luego de que su obra Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (Imágenes del mundo y epitafios de guerra, 1988) fuera proyectada en varios festivales.

Después de convertirse, en la era de las bombas inteligentes y la operación Tormenta del Desierto, en la meditación sobre los mass media y la guerra moderna predilecta de todo estudiante de cine, Imágenes del mundo, rápidamente pasó a ser algo así como un clásico: un referente, un punto de anclaje para seminarios sobre Paul Virilio, sobre el filme-ensayo como híbrido documental pero género políticamente subversivo, y sobre los “límites de la representación” luego de Auschwitz y La lista de Schindler. Al mismo tiempo se la consideraba –y esto hay que redescubrirlo después del 11 de septiembre– la película definitiva sobre el terrorismo.

Sucede con frecuencia con los pioneros: no se los reconoce en su propio país hasta que alguien –a menudo muy lejos– los “descubre”. Así los viajeros traen a casa la noticia del talento excepcional que ha vivido entre ellos muchos años. No es una exageración, pues, afirmar que Harun Farocki, con una docena de largometrajes y unas 60 películas en total, una colección bilingüe de sus propios escritos y otro libro sobre él a punto de ser publicado en inglés, se ha convertido en uno de los más conocidos cineastas alemanes conocidos.

En vez de llevar al lector por la filmografía completa de Farocki, quisiera mencionar las películas suyas que más me gustan. Aparte de Imágenes del mundo y epitafios de guerra, están Zwischen zwei Kriegen (Entre dos guerras, 1978); Etwas wird sichtbar,Vietnam (Ante tus ojos,Vietnam, 1981); Wie man sieht (Como ves, 1986); Leben BRD (Cómo vivir en la RFA, 1990) y Was ist los? (¿Qué sucede?, 1991). Las vi cuando se filmaron (lo que no siempre coincidió con su difusión o su llegada a los cines, porque ése es otro tema). En otras palabras, perseguí un talento a medida que fui conociendo un poco a la persona que pensó esas fantásticas películas. Pero sólo cuando pude ver en Berlín una retrospectiva cuidadosamente ordenada de su filmografía me di cuenta de cuán variada es su obra y cuán inesperados sus títulos, que van de lo irónico y lo agudamente sarcástico a lo caprichoso, lo lúdico y lo por completo irreverente. De las películas que vi en Berlín en 1997, cuatro sobre todo me impactaron, me dieron que pensar. La primera es Der Geschmack des Lebens (El sabor de la vida, 1979), un homenaje a su barrio de Berlín –tan natural como mirar la calle por la ventana un día de sol–, que le permite al ojo que despierta atrapar todo lo que le ofrece el ajetreo de trabajadores, diarios abandonados y bolsas plásticas. Al tiempo que recuerda el filme sobre Berlín de Walter Ruttmann de los años veinte, es –como su predecesor– un comentario sofisticado y oblicuamente sardónico, envuelto en una “sinfonía urbana” de factura meticulosa pero en apariencia improvisada. Después está Das Doppelte Gesicht (El rostro doble, 1984), una película tremendamente conmovedora sobre el actor Peter Lorre, hecha en gran medida con fotografías tomadas durante sus años de exilio en California. Una verdadera rareza es el impertérrito pastiche de melodrama al estilo Douglas Sirk, en el espíritu de los romances alemanes Heitmatfilm o de arlequín, sobre una mujer infelizmente enamorada de un famoso concertista de piano. La mujer se queda ciega a raíz de un accidente, desespera más y más de amor y es acosada por pensamientos de suicidio, hasta que recupera la vista por milagro después de rescatar a una niña que se ahogaba en un lago y pedía ayuda a gritos. La película –coescrita y codirigida por Hartmut Btomsky, un asiduo colaborador de Farocki desde los comienzos de su carrera– se llama Einmal wirst auch Du mich lieben (Un día tú también me amarás, 1975). Por último y por improbable que parezca, Farocki es también escritor y director de un thriller psicológico, a lo Alfred Hitchcock-Paul Schrader-Brian de Palma-David Mamet, acerca del crimen perfecto que fatal y predeciblemente sale mal: Betrogen (Traicionados, 1985).

Los caprichos de sus a veces pobres medios de producción –que lo fuerzan a ir y venir entre encargos televisivos, programas unitarios o cortos para TV, especiales para magazines culturales de trasnoche y proyectos que debe cuidar durante media década antes de conseguir la financiación adecuada– contrastan rotundamente con la riqueza de su obra y el consistente interés de su foco crítico. Esto también hace que sea difícil darle a Farocki un lugar apropiado en la cultura del cine, o en la historia fílmica de su país. Pese a que nítidas categorías como largometraje, documental, cine europeo de vanguardia, o movimientos como la nouvelle vague o el Nuevo Cine Alemán han comenzado a mezclarse y entrecruzarse incluso para el historiador profesional del cine, uno duda acerca de dónde situar a Farocki. Se puede inscribir su trabajo en todas esas historias y en algunas otras, como la historia de la televisión o la de las películas infantiles (dirigió varios episodios de la versión alemana de Plaza Sésamo e hizo un filme con sus hijas mellizas cuando tenían 11 años).También podría ubicárselo en la larga tradición de auteurs europeos. Es sencillo ver cómo Farocki ha sido “influido” por Carl Theodore Dreyer, Robert Bresson, Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub, pero también por escritores como Bertold Brecht,Walter Benjamin, Alfred Sohn-Rethel y Gunther Anders. Se podría demostrar en qué medida las películas de Farocki pertenecen a la vanguardia del cine de montaje que nuclean Sergei Eisenstein y Dziga Vertov, o dónde se sitúa él mismo en el Nuevo Cine Alemán, entre Alexander Kluge, Jean-Marie Straub, Edgar Reitz, Helmuth Costard, Klaus Wildenhahn o Wim Wenders. Pero son sólo etiquetas, señales en los mapas de las clases introductorias a los estudios de cine.  Más importante sería examinar de qué manera su obra cuestiona muchas de estas divisiones y clasificaciones. Así, los críticos han inventado una nueva casilla para este tipo de cine: “cine ensayístico”, denominación que a menudo emparenta las películas de Farocki con las de Chris Marker y las del Godard tardío. Es cierto: sus películas son discursivas y avanzan por medio de premisas en vez de construir una narración ficcional o documentar procesos que ocurren en el mundo “exterior”.A menudo utilizan el comentario de una voz en off, cuyo gestus suele ser tanto didáctico como reflexivo. Pero el filme-ensayo es sólo parte del asunto. Las películas de Farocki son un diálogo constante con la imagen, con la factura de imágenes y con las instituciones que las producen y las ponen en circulación. Como escribió una vez:“mis películas se hacen en contra del cine y en contra de la televisión”. Frase esta que aún guarda la retórica combativa y oposicionista de 1968, aunque ya entonces, creo, Farocki sabía muy bien que no hay un espacio “afuera” de las imágenes desde donde hablar de la imagen. En su obra es central la percepción de que, con el advenimiento del cine, el mundo se ha vuelto visible de un modo radicalmente nuevo, con amplias consecuencias en todas las esferas de la vida, desde la del trabajo y la producción hasta la de la política y nuestra concepción de la democracia y la comunidad; con consecuencias para la guerra armada y el planeamiento estratégico, el pensamiento abstracto y la filosofía, las relaciones interpersonales y los vínculos emocionales, la subjetividad y la intersubjetividad. En este sentido, el cine de Farocki es “metacine”, cine que se sitúa sobre el cine “tal como lo conocemos” y que a la vez está sostenido por el cine “tal como lo hemos conocido”. Un amigo suyo lo dice muy bien: “Farocki combina el consumo veloz de imágenes con una gran tranquilidad para examinarlas. Los objetos y las personas se mueven en sus películas como en cámara lenta… Cada plano tiene su propio valor y su propia profundidad. Cada plano desafía al espectador a no mirar las cosas como aparecen a primera vista, sino a mirar detrás de ellas, a buscar su significado oculto”.

Esto me lleva a otro punto de comparación con el gran Jean-Luc: el cine de Farocki es una forma de escritura y, al respecto, la etiqueta “cine- ensayo” intenta transmitir una faceta crucial de su obra. Pero lo que también debe entenderse por el término “ensayo” es lo que en estudios de cine podría denominarse el “modo de producción” de Farocki, su “manufactura”, su letra, su firma, aquello que Walter Benjamin, a propósito del cuento y el narrador, describió como “la huella del dedo del alfarero en la vasija”. En efecto, en muchos de sus filmes la mano del director enmarca una imagen en la película (famosamente, en Imágenes del mundo); además de que Farocki ha filmado una película simplemente titulada Der Ausdruck der Hände (El gesto de las manos, 1997).

Tal concepción de la manufactura y su lugar histórico –a la vez obsoleto y de vanguardia– también se le presenta a Farocki en torno a la noción de trabajo, el tipo de trabajo que es hacer cine y, especialmente, hacer cine como él. Como argumenté en un libro sobre el Nuevo Cine Alemán, Farocki se sitúa deliberadamente en la dialéctica entre “trabajar como máquina” y “trabajar como artista”, calificando ambas posiciones, en última instancia, de “demasiado sencillas”. “No se trata”, dice, “de tomar una o la otra, sino de fundir ambas”. En esto el cine de Farocki también es metacine, es decir, un comentario permanente sobre el cine de Alemania Occidental desde la caída de la industria cinematográfica y el ascenso del llamado Nuevo Cine Alemán de los sesenta y los ochenta. Un metacine, además, en cuanto a que la mayoría de las películas de Farocki han enfocado problemas relacionados con el “trabajo”, el “trabajo manual” y la “producción”, no sólo como categorías de lo económico –cómo una sociedad produce materialmente y reproduce ideológicamente sus medios de supervivencia–, sino entendiendo el trabajo como reproducción del “sujeto”. El tono es de asombro, la inflexión de deslumbramiento: en el cine de Farocki, la capacidad de sorpresa del niño nunca está lejos, pero siempre aparece con mayor fuerza cuando el director se pregunta sobre el status y la naturaleza de las imágenes. Farocki vacila acerca de si éstas, con su peculiar materialidad inmaterial, son una realidad por derecho propio, un nuevo orden de existencia que deberíamos agregar a la tríada familiar de “lo mineral, lo vegetal y lo animal” (algo así como “lo pictórico”, o quizás incluso “lo pixélico”), o parte de mundos alternativos que siempre han estado entre nosotros: los reversos virtual/actual de los que tanto habló Gilles Deleuze; Farocki lo llama “la vida lindera a la nuestra”.

Como sabe muy bien el cine de Farocki, y una y otra vez lo atestigua, las imágenes no existen sólo como objetos entre objetos, ni siquiera como objetos manufacturados entre objetos manufacturados. En Farocki, las imágenes se ven a través de ciertos ojos y siempre están destinadas a ciertos ojos. De modo que esos ojos se encuentran fatalmente implicados tanto en el acto de la representación como en lo representado; en suma, mirar una película conlleva para la visión el fin de la inocencia.Y si durante los últimos treinta años los estudios cinematográficos han venido explorándose, examinándose y torturándose a raíz de esta paradoja y sus problemáticas implicaciones, las películas de Farocki le agregan otra dimensión –llámese la de lo político–, en la que rastrean y examinan las diversas historias de la visión corporeizada, o la dialéctica de la visión corporeizada y la descorporeizada, de la visión humana y de las máquinas que ven, y las formas de productividad que éstas engendran. Así, si lo entiendo bien, lo crucial de Trabajadores saliendo de la fábrica de los hermanos Lumière –la referencia central de Arbeiter verlassen die Fabrik (Trabajadores saliendo de la fábrica, 1997)– no es sólo la convergencia emblemática de una tecnología en particular (el cinematógrafo) y un lugar en particular (la fábrica), sino además el hecho de que, desde que ambos entraron en contacto, colisionaron y unieron fuerzas, más y más trabajadores han abandonado la fábrica. Con el advenimiento del cine, la noción y el lugar mismos de la productividad humana, así como la propia función del trabajo humano, parecen haber sufrido importantísimas mutaciones, dentro y más allá del formato mercancía. Cuáles serán los nuevos rasgos del trabajo, el empleo o la creatividad es algo que apenas podemos adivinar, inmovilizadas como están nuestras sociedades occidentales entre las colas cada vez más largas de los desempleados y las cada vez más numerosas terminales de computadoras –mutantes tecno del cinematógrafo– que pueblan los lugares de trabajo y nuestros hogares.

Desde principios de los noventa, la televisión y las instalaciones le han preocupado a Farocki al menos tanto como el cine. ¿Qué mejor lugar que el museo para enfrentar al cine una vez más consigo mismo y con su historia? Un curioso paralelo se ha desarrollado entre el museo como espacio de contemplación, por un lado, y por otro las máquinas electrónicas que ven y su rol como instrumentos sociales de vigilancia; entre el museo como lugar de distanciamiento y reflexión estéticos, y los instrumentos científicos de calcular, las matemáticas y los medios de medir y monitorear. Ahora, ambos grupos expresan a una sociedad de control que ha reemplazado la democracia y el diálogo por los sensores y el comercio de datos, del mismo modo en que, mediante el poder blando de la policía y la autorregulación, ha silenciado –al menos en nuestra zona– el duro poder de la sociedad disciplinaria coercitiva. En instalaciones como Schnittstelle (Interfaz, 1995), Farocki examina una vez más sus propios métodos de trabajo (“trabajo”,“lugar”,“cámara”) e intenta señalar la encrucijada en la que se encuentra. Porque el videoarte y los medios digitales amenazan el arte del cineasta; se cruzan con la función principal que la imagen fotográfica solía tener en la visión que Farocki tiene de la historia y hacen de interfaz para su análisis de la política de la imagen.

Ahora que Farocki ha completado otra instalación, Ich glaubte, Gefangene zu sehen (Creí ver prisioneros, 2001), parecería haber llevado a cabo un cambio más en su larga carrera. No tanto un cambio de medio o de aparato técnico, como de todo el dispositivo de lo visible. Lo que ha cambiado es su manera de pensar y de estar en el mundo. Farocki atrapa en devastadoras narraciones mínimas el nuevo desarrollo social de las imágenes, llevándonos a sentir en qué inimaginables cantidades se las graba y se las conserva, alertándonos acerca de su repetición y circulación en opacos e inalcanzables sitios de poder. Nos fuerza a compartir el punto de vista de ojos ciegos y de la inteligencia artificial, que escanean más y más en busca de información. ¿Sobre qué? ¿Y para quién?

Las instalaciones nos reenvían a la dimensión espacial de la imagen: Farocki ha notado cómo las prisiones y los supermercados, los videojuegos y los escenarios bélicos se han convertido en “lugares de trabajo”, tanto de sujetos como de mercancías. Son espacios convergentes, si uno aprecia que entran en una nueva pragmática de la lógica del espacio-tiempo que optimiza el acceso, el fluir, el control. El cineasta debe tomar conciencia de estos espacios y admitirse implicado en ellos; pero lo mismo vale para el espectador, cuyo rol ha cambiado tanto. Mientras uno recorre las obras de Farocki, que se han convertido en nuestros mundos, se da cuenta de que posiblemente Farocki sea uno de los pocos cineastas actuales capaces de entender la lógica de esta convergencia; alguien que mientras cuestiona su inevitabilidad, se siente con suficiente confianza para seguir creyendo en el ingenio, la sabiduría y la poesía de las imágenes. Sin duda esto hace de Harun Farocki un cineasta importante: quizás el cineasta alemán importante más conocido.

 

Traducción: Martín Schifino

 

Farocki cineasta-artista-teórico de los medios

Farocki prefiere las situaciones en movimiento, sujetas a giros repentinos y dialécticos, que reproducen en miniatura el todo social o político, y actúan por lo tanto en varias dimensiones a la vez (la empírico-descriptiva y la temporal-metafórica). El hecho de que una de esas dimensiones refiere invariablemente a su propia posición como cineasta-escritor y localiza el espacio físico y moral desde el que habla se ilustra quizá de modo más gráfico en una de sus primeras películas (que se conservan), Nicht löschbares Feuer (Fuego inextinguible), de 1968/69. La cámara encuadra al propio Farocki en un plano medio estático, sentado frente a una mesa vacía en una habitación aparentemente también vacía; podría ser el escritorio de un profesor, el sitial de un testigo que comparece ante un tribunal o el de un sospechoso que testimonia ante la policía. En un tono monocorde, Farocki lee el informe de un campesino vietnamita sobre los métodos usados por los norteamericanos en sus bombardeos aéreos. El vietnamita es un sobreviviente de un ataque con napalm y se entiende que el “fuego inextinguible” del título es el napalm. Cuando termina de leer el informe, Farocki habla a cámara: “¿Cómo podríamos mostrar los efectos del napalm y la naturaleza de las quemaduras que provoca? Si mostramos imágenes de las heridas producidas por el napalm, usted cerrará los ojos. Primero cerrará los ojos ante las imágenes, luego cerrará los ojos ante el recuerdo de las imágenes, y por fin cerrará los ojos ante la realidad que esas imágenes representan”. A continuación, Farocki toma un cigarrillo encendido que descansa en el cenicero y le da una pitada profunda que enciende la brasa. Mientras la cámara se acerca lentamente, aparta el cigarrillo de la boca y lo apaga en el dorso de su mano. Mientras tanto, una voz en off explica que las quemaduras de un cigarrillo alcanzan aproximadamente 500 grados en la escala Celsius, mientras que las de napalm alcanzan los 3.000.

Mirada retrospectivamente, la escena contiene todo el cine de Farocki y prefigura las preocupaciones fundamentales de su poética. Se reconoce allí la ausencia de la imagen clave, tal como en el noticiero de Ramstein treinta años más tarde, sólo que en lugar de la venganza de la televisión frente a las humillaciones infligidas por los seudosucedidos de la política, aparece aquí la venganza del director contra los políticos que perpetran hechos obscenos y terroríficos en la vida real, como los ataques con napalm sobre poblaciones civiles, lanzados desde la distancia y la seguridad de sus B-52. La escena muestra al director tomando partido por los vietnamitas en la guerra. Pero el gesto de solidaridad autoinfligida funda su poder moral (y se diferencia del pathos falso de intensa solidaridad con las víctimas proclamada por los estudiantes politizados de la época) en su inadecuación implícita a la inconmensurabilidad radical del acto. Por otra parte, la inadecuación descansa en otros fundamentos: demuestra la necesidad de la metáfora –una cosa en lugar de otra, el cigarrillo en lugar de la bomba, el dorso de la mano en lugar del cuerpo del campesino, lo familiar en lugar de lo horroroso– para describir las atrocidades del mundo y para tratar de traer lo inimaginable a la imagen. La metáfora vuelve esa realidad visible y al mismo tiempo la “extraña”, la vuelve siniestra. Mientras que muchos artistas –no sólo los directores berlineses de la DFFB (Academia de Cine y Televisión Alemana), sino también la academia cinematográfica y televisiva que había relegado a Farocki– no encuentran justificación para el arte y optan en cambio por la “acción directa”, o en todo caso, se ven forzados a un cine pedagógico que intenta la acción directa, Farocki reclama un lugar legítimo para el arte y la representación estética. El filme, argumentó el crítico Klaus Kreimeier, es una suerte de manifiesto poético- político: “El gesto autodestructivo [de apagar el cigarrillo en el dorso de su propia mano] marca el fin de la militancia estudiantil de Farocki en la DFFB entre 1966 y 1968 […]. Muchos de sus colegas estudiantes optaron por la resistencia activa en los años siguientes: Holfer Meins se unió a la Fracción del Ejército Rojo, Philip Sauber al ‘Movimiento 2 de junio’. Farocki, en cambio, optó por el cine. Su automutilación en Fuego inextinguible […] debe leerse como una autoiniciación en el arte y una renuncia al activismo político directo, […] una suerte de militancia estético-política, en la que las películas son actos de resistencia contra el mainstream convencional del cine, producidos con ‘tácticas de guerrilla’”.

 

En obras más recientes, sobre todo en algunas instalaciones, las metáforas del cine de Farocki se vuelven sorprendentemente audaces y reveladoras en otros sentidos: la analogía entre cárceles y shoppings, por ejemplo, parece destinada a provocar otros efectos que la comparación entre las trincheras de la Primera Guerra Mundial y las líneas de montaje de fábricas de automóviles que aparecen en filmes anteriores. Precisamente porque algunas analogías visuales (la yuxtaposición de la imagen de un monitor de seguridad durante la hora de visita en una prisión y la de un comprador que empuja su carrito entre las góndolas de un supermercado, por ejemplo) ya no acuerdan con el argumento más abarcador, la comparación entre la arquitectura de las cárceles, los teatros modernos de la guerra, y el diseño de los shoppings conserva su eficacia conceptual. La prisión diseñada según el panóptico de Bentham que aparece en las primeras escenas de Ich glaubte, Gefangene zu sehen (Creí ver prisioneros, 2001), con su perfecta alineación para el foco de la cámara y la mirilla del arma, ya es obsoleta, como lo señala el propio director, frente a las nuevas tecnologías de control más móviles y desterritorializantes. Farocki quiere señalar los límites de lo visible en los nuevos sistemas Verbund de alto perfil comercial pero de bajo perfil político, que emergen con la sinergia resultante de las productoras de software, los especialistas en seguridad y las empresas de servicios al consumidor. Sostiene que estos sistemas presentan un nuevo desafío para la historia del cine en su ensayo “Miradas que controlan”: “Ya hemos dicho que la escena de la hora de visitas, tan cara al género de películas de cárceles, muy pronto no tendrá correspondencia con la realidad. La introducción de efectivo electrónico también hará imposibles los asaltos a los bancos, y si es cierto que todas las armas se cargarán automáticamente en el futuro, […] se avecina también el fin de los disparos en la pantalla. […] Con el desarrollo de los mecanismos de control electrónicos, la representación y dramatización de la vida cotidiana se hará tan difícil como ya lo es la del trabajo diario”.

En cierto sentido, el cine de Farocki ha anticipado este estado de cosas: aspectos decisivos de nuestra sociedad que configuran gran parte de nuestra vida cotidiana se han apartado del plano de la visión y resultan inalcanzables para las técnicas tradicionales de representación, incluido el montaje cinematográfico. De ahí la importancia del corte, del intervalo, no sólo en la edición de los segmentos fílmicos, sino también en el montaje conceptual del argumento, que abre elipsis mediante una toma o una conexión faltante que el espectador puede advertir o no, pero siempre debe resolver por sí solo. Como en toda metáfora, también en el cine de Farocki hay un tertium comparationis que no siempre se revela, y que a veces se convierte en el punto de Arquímedes oculto en torno al cual gira la comparación final. En el caso de las prisiones y los shoppings, el eslabón faltante puede ser el “(ocio) (forzado)”, con un cambio significativo de énfasis, en cada caso, ya sea que se trate de una institución o la otra. Si la conexión más evidente es, por supuesto, la presencia de cámaras de seguridad en ambos espacios, la relevancia del propósito de este circuito cerrado de visibilidad, que hace que todos los contactos rutinarios –esto es, predecibles y programables– se vuelvan “seguros”, se torna mucho más abarcadora. En el texto de Farocki que acompaña el filme, por otra parte, el centro del foco pasa al principio de organización de la fábrica, la línea de montaje y el tipo de disciplina asociada al trabajo mecanizado. Allí se asocian prisiones y shoppings, campos de entrenamiento militar y fábricas, como ejemplos de espacios artificiales cuidadosamente diseñados para permitir el funcionamiento sin fricciones de los procesos de producción, ya sea para producir prisioneros modelo, compradores modelo, soldados para el combate o mercancías de calidad controlada.

T.E.

Traducción: Graciela Speranza

 

Imágenes [en la edición impresa]. Auge (Ojo), 2001, foto fija de video; Ich glaubte, Gefangene zu sehen (Creí ver prisioneros), 2001.

Lecturas. El Goethe Institut, en colaboración con el Museo del Cine y la Universidad del Cine, publicó una antología de textos de Farocki, Crítica de la mirada. Textos de Harun Farocki (selección y traducción de Inge Stache, Buenos Aires, Altamira, 2003). El ensayo “Harun Farocki: una introducción” apareció en Senses of Cinema en julio de 2002. Se incluyen también fragmentos de “Farocki cineasta-artista-teórico de los medios”, ensayo de la antología sobre Farocki compilada por Elsaesser, de próxima aparición en inglés: Harun Farocki: Working on the Sight Lines (Ámsterdam, Ámsterdam University Press). Ambos textos fueron cedidos a OTRA PARTE por el autor.

Thomas Elsaesser es un reconocido especialista en cine alemán. Es profesor de la Universidad de Ámsterdam y director del Departamento de Estudios de Cine y Televisión. Entre sus obras más recientes figuran The BFI Companion to German Cinema (1999), Weimar Cinema and After (2000) y Studying Contemporary American Film (2001).

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