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Sobre la última película de Mariano Llinás, monumental y hospitalaria.
Hace seis años, a modo de balance del nuevo cine argentino, Mariano Llinás declaraba: “Hasta ahora los films que se hicieron no fueron la máxima expresión de algo, no eran de riesgo. Sus autores no se estaban jugando todas las cartas. Eran la mínima expresión de algo, películas que tendían a mostrar que la capacidad era mayor que el resultado. No eran apuestas grandes”. A la luz de la presentación en el último Bafici del segundo largometraje de Llinás, Historias extraordinarias, esas afirmaciones parecerían exigir, antes que nada, la determinación de qué es lo que este film viene a señalarle al nuevo cine argentino. Es decir, considerar Historias extraordinarias como un film-faro que indicaría un nuevo rumbo a seguir. Habría entonces que, por ejemplo, dilucidar si el título es una réplica a las Historias mínimas de Sorín (que no forma parte del nuevo cine), o si también alude mordazmente a Historias breves, uno de los comienzos de ese nuevo cine. En seguida, habría que detenerse a considerar –prolijamente– cuáles son los elementos que diferencian a Historias extraordinarias de los films realizados desde Pizza, birra, faso. Esa labor tendría, quizá, alguna validez, pero también bastante de previsible y tautológico: podría redundar en el mero hallazgo de que Historias extraordinarias es… un film extraordinario.
Acaso el mejor modo de acercarse a Historias extraordinarias sea otro. ¿Por qué no considerar que aquella demanda de películas que fueran “la máxima expresión de algo” estaba dirigida, antes que a cualquier otro, al propio Llinás? En otras palabras, que esa demanda era la elusiva formulación de un desafío menos grupal que personal. A fin de cuentas, el año de ese reportaje fue también el del estreno de su primer largometraje, Balnearios, en el que es posible ver, desde la perspectiva que ofrece este nuevo trabajo, la “mínima expresión” de lo que en este es “máximo”: las preliminares de una “apuesta grande”.
Los 240 minutos de Historias extraordinarias casi triplican la duración de un film promedio. ¿Por qué esa duración? ¿Qué logra Llinás en esas cuatro horas que no habría conseguido en 90 minutos? ¿Es sólo una bravata, un gesto megalómano? Tal vez algo de eso haya, pero Llinás posee la habilidad para convencernos de que la película podría haber durado más, pero nunca menos: que su duración es necesaria, y no un mero capricho. Que el film es su extensión extraordinaria.
La película presenta, en principio, tres historias. Los protagonistas de esas historias son personajes opacos –se llaman, escuetamente, X, Z y H, como si se tratara de las incógnitas de una ecuación– y, sobre todo, disponibles, cuyo único atributo parece ser la curiosidad (al menos en los casos de X y Z, de H ni siquiera eso podría decirse). Tres personajes tenues, descaracterizados, que se topan con la posibilidad de la aventura o de las emociones extremas. Las tres historias, que se alternan pero no se cruzan, incluyen el robo de un expediente, asesinatos y un encierro de cinco meses en un cuarto de hotel –historia 1–, la pesquisa de las huellas que ha dejado tras su muerte un enigmático burócrata –historia 2– y el rastreo de monolitos en las costas del río Salado –historia 3–. Esas tres dan lugar a otras historias más, a ramificaciones, incluso a correcciones (por ejemplo, a partir de una noticia, X conjetura las posibles razones sobre la desaparición de una mujer; en seguida, se cuenta la verdad sobre esa desaparición, que corrige la versión de X). El film parece convocar todos los géneros menos el realista: el thriller, el film de aventuras o el romántico, la road movie y hasta el documental. Es que, antes que nada, Historias extraordinarias es una máquina implacable de procesar historias y modos de narrarlas. No hay aquí fin de las historias sino la postulación de –o el coqueteo con– la imposibilidad de ese fin. Como la mujer-máquina de La ciudad ausente de Ricardo Piglia, el film de Llinás está lleno de historias, no puede parar. Y es ese no parar lo que declara el “Siempre de viaje” de los créditos finales. La película despliega así una lógica narrativa que, puesta en marcha, tiende menos a la conclusión que al abrirse a nuevos relatos. De esta manera, las historias son extraordinarias no sólo porque salen de lo ordinario, sino también en el sentido de historias extra (como cuando se habla de horas extra, o de volumen extra): siempre puede haber algo más, un bonus. En definitiva, un film hospitalario.
En su ensayo “Sistema de emociones”, Pascal Bonitzer escribió que “al cine moderno […] a menudo se le reprocha haberse alejado de la emoción, y de haber dejado de querer contar historias […] ¿Qué es lo que falta en este cine? ¿Cuál es el deseo que no se satisface? […] es el deseo de historias, el deseo de emociones”. Historias extraordinarias trabaja también con la desestabilización de ese “deseo”. No habría por qué ver en él, creo, un nostálgico regreso a las fuentes. Pero en vez de entregar una “falta”, el film de Llinás ofrece un desborde. (En la secuencia de títulos las palabras “historias extraordinarias” rebosan los límites de la pantalla.) Si, por ejemplo, Honor de cavalleria (Albert Serra, 2006) desafía al espectador con un Quijote expurgado de aventuras y “emociones comunes”, Llinás, por el contrario, procede por saturación. No se trataría entonces de “haber dejado de querer contar historias”, sino de querer contar demasiadas.
La película reflexiona sobre esa saturación. Un personaje central en la historia 3, César, le permite al film autorreferirse e indagar su propia dinámica. César es, como la película, “infinitamente conversador”, alguien a quien “cualquier cosa le suscita una anécdota” y que está “lleno de habilidades y trucos”. Casi sobre el final, César pretende contarle a H una anécdota más. “¿No quieres escucharla? –insiste–. La voy a contar igual.” H se duerme. Pero César, que no puede parar, cuenta su historia. En el cierre de ese relato, que es uno de los capítulos del film, el narrador comenta: “El mundo de César es mucho más de lo que H, o cualquiera, puede tolerar a esta altura”. El desafío que Historias extraordinarias le propone al espectador es, precisamente, la puesta a prueba de esa tolerancia. El film articula el interrogante: ¿cuántas historias pueden tolerarse? Y para que ese interrogante pueda siquiera manifestarse, son imprescindibles las cuatro horas de duración, que el film llegue “a esta altura”.
Historias extraordinarias no es la transposición de una novela pero hay un texto con mucho de novelesco escrito especialmente para el film, que Llinás se niega a “adaptar” (un poco como Bresson con la novela de Bernanos Journal d’un cure de campagne). Por el contrario, Llinás decide, a partir de ese texto, llevar al extremo las múltiples entonaciones de la voice over que ya había explorado en Balnearios. Ese texto, que oscila entre la espontaneidad de lo oral y la precisión de lo escrito, y entre la omnisciencia y la incertidumbre, es esencial para la dosificación y el tramado de las historias. En sus varias formas de acoplarse y trabajar con la imagen, la casi omnipresente voice over permite además vislumbrar un film aún más largo. En parte, porque lo expande al multiplicar el número de sus imágenes mediante la evocación de aquello que no se ve pero se cuenta. También, confiriéndole a lo que sí se ve otra intensidad, como en la escena inicial, cuando el anuncio de que algo está por pasar introduce suspenso donde, sin voice over, sólo habría habido sorpresa. Pero además, porque esa voz produce la inquietante sensación de que, gracias a ella (gracias a los saberes que regula), accedemos a la cifra de algo aún mayor. El film puede verse así como el compendio de uno más vasto que intuimos gracias a esa voz: un film inabarcable a través del cual los narradores –que conocen ciertos atajos– nos guían para que no nos perdamos irremediablemente.
En su libro dedicado a la miniatura y a lo gigante, Susan Stewart apunta que “nuestra relación fundamental con lo gigante está articulada en nuestro vínculo con el paisaje”. En este sentido, los 240 minutos de Historias extraordinarias tienen que ver, también, con un espacio. Su duración fuera de escala encuentra otra razón de ser en el extenso territorio que el film ocupa con sus ficciones: la provincia de Buenos Aires. (La productora de Llinás se llama “El pampero cine”.) Si Balnearios no iba más allá de los bordes de esa provincia, de sus ciudades costeras, este nuevo film ahora avanza decididamente sobre su interior. Pero ese espacio bonaerense no es sólo escenario de historias de tierra firme, sino también de una que ocurre en el agua: la de H y el inefable César. Desde Humboldt y los relatos de los viajeros ingleses que visitaron la Argentina a comienzos del siglo XIX, la extensión ilimitada de la pampa fue leída en clave romántica a partir de la comparación con el mar. Se constituyó así un sublime pampeano en el que insistieron, entre otros, Echeverría en La cautiva y Sarmiento en Facundo. En “El evangelio según Marcos”, de 1972, Borges vuelve sobre esa comparación, y ante la imagen de unos campos anegados por las lluvias, hace que su protagonista considere que “la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa”. Como en el cuento de Borges, en Historias extraordinarias también hay “una mañana” en que la metáfora se literaliza. Bien avanzada la historia 3, ante la perspectiva de una tormenta, H y César abandonan el bote y buscan refugio. Por la noche, H, proféticamente, sueña con una fortaleza cercada por un desierto y el mar. A la mañana siguiente, descubren que “el río ya no existe más”, que, ahora, todo es agua, que, como propuso Sarmiento en Facundo, “la pampa es la imagen del mar en la tierra”.
Llinás conquista así para el cine ese mapa sobre el que, a poco de empezar el film, la cámara se detiene. No por nada, Historias extraordinarias convoca, en el decurso de la historia 1 (protagonizada por el propio Llinás: el dato no es menor), la figura y la obra de alguien que también se midió con esa extensión ilimitada, que procuró dejar su marca en ella: el ingeniero Francisco Salamone. Entre 1937 y 1940, Salamone construyó en la provincia de Buenos Aires municipalidades, mataderos y cementerios art decó caracterizados por la desmesura. El capítulo XV de Historias extraordinarias, “El hijo del diablo”, está casi enteramente consagrado a esa obra monumental. A partir de las convenciones del documental expositivo, Llinás, a la manera de Marcel Schwob, urde una “vida imaginaria” de Salamone que enfatiza su excepcionalidad: otra historia extraordinaria. En esta versión, Salamone es alguien destinado a la excepcionalidad. Un astrólogo, se asegura, le habría predicho: “Usted está llamado a las grandes cosas. Usted en lo suyo es el más grande”. Ante la pregunta de Salamone sobre qué debe hacer, la respuesta es: “Espere, sólo espere”. La voice over afirma que desde ese momento Salamone “observa el trabajo de los otros, escucha los elogios que les dispensan y los premios que ganan. Piensa: ya van a saber de mí, ya van a saber quién soy yo”. Finalmente, se pone en acción: “Aquí, en estos pueblos miserables, en este confín del mundo, voy a construir los monumentos más asombrosos de que se tenga memoria”.
La cámara de Llinás acentúa el gigantismo de las construcciones de Salamone. El narrador avanza en igual sentido, repitiendo supuestas invectivas del ingeniero: “Más grande, más alto, aún más alto; más grandilocuencia, más desmesura, más furia, más violencia, más gloria”. Llinás no cuenta el interés que la obra de Salamone despertó en los últimos años. Para su Salamone, prefiere un destino paradójico: la invisibilidad. “En algún momento –informa el narrador– la pista de Salamone se pierde, las obras se interrumpen. […] A los pocos años, nadie lo recuerda. Pasan diez, cuarenta, setenta años. El nombre de Salamone nunca más ve la luz”. Ese destino se sintetiza en unas pocas y admirables tomas. Una panorámica que parte de la verticalidad de un monumento de Salomone y luego avanza sobre la llanura manifiesta que nada puede competir contra esa horizontalidad despótica (en esa toma, en contraste con las anteriores, el monumento resulta ínfimo). En seguida, la imagen de algunos autos que circulan impasiblemente junto a una construcción de Salamone da cuenta de cómo la rutina puede tornar invisible aun el monumento más asombroso.
¿Cómo no advertir en ese capítulo un autorretrato desviado –lúdico y paródico, claro– del propio Llinás? ¿Cómo no ver en ese Salamone una tangencial referencia a quien, hace unos años, anhelaba films que fueran “verdaderamente grandes” y que ahora presenta estas Historias extraordinarias minuciosamente desmesuradas y elegantemente grandilocuentes que ocurren, como las construcciones de Salamone, en “este confín del mundo, en estos pueblos miserables”? ¿Cómo no percibir también, en la preferencia por narrar ese paradójico destino para una obra monumental, una suerte de conjuro de la condena a la invisibilidad que el público local, adiestrado en lo ordinario, a menudo suele depararle al mejor cine argentino?
Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Siete cines (1995), cartón, siete modelos de 15 x 20 cm aprox. c/u., detalle, foto: Pablo Mehanna.
Lecturas. El reportaje a Llinás que se menciona se publicó en El Amante N° 124, agosto de 2002. En el número 192 de esa revista puede leerse una muy interesante cobertura del film de Llinás. También puede leerse la reseña de Quintín en el blog La lectora provisoria y las discusiones que suscitó. La cita de Bonitzer proviene del ensayo “Sistema de emociones” (en El campo ciego, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2007). El libro de Susan Stewart es On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection (Durham, Duke University Press, 1993). “El evangelio según Marcos” forma parte de El informe de Brodie de Jorge Luis Borges. Sobre la negativa de Bresson a “adaptar” la novela de Bernanos, véase el clásico ensayo de André Bazin “El diario de un cura rural y la estilística de Robert Bresson”, en Qué es el cine (Madrid, Rialp, 1990).
Historias extraordinarias se estrena en octubre, en el Malba y en la sala 25 de Mayo, en Villa Urquiza.
Patricio Fontana enseña Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y Cine Argentino en la Universidad del Cine. Es coautor del libro El cine no fue siempre así (Iamiqué, 2006) y, en colaboración con Claudia Román, de la traducción, el estudio preliminar y las notas de Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las Pampas y entre los Andes, de Francis Bond Head (Santiago Arcos, 2007).
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