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Carancho, de Pablo Trapero, y los finales en el cine argentino contemporáneo.
El de Carancho es uno de los finales más perfectos del cine argentino reciente. El protagonista (Héctor Sosa, interpretado por Ricardo Darín) muere en un choque; la protagonista (Luján Olivera, interpretada por Martina Gusmán), que es quien conduce el auto, sobrevive. No cabe duda de que la subjetiva sonora que se oye tras el choque es de Luján (la médica de la ambulancia se dirige sólo a una persona y la llama “flaca”; del “sujeto masculino” dice que “perdió mucha sangre y está sin pulso”). Pero como esa subjetiva sonora coincide con la pantalla en negro, es obvio que, mientras la suben a la camilla, Luján está sin visión. De todos estos datos, el más importante es el último: Sosa ha resultado un hombre fatal en la vida de Luján (el otro hombre fatal en su vida sería ese novio con el que ella cuenta que empezó a “inyectarse”). El final revela la lógica invertida del film, invertida respecto del género que toma como referencia: el noir. Los varones ocupan en Carancho el lugar que las mujeres fatales solían ocupar en el cine negro. De ahí que sea Darín quien interpreta a Sosa, para quien sabemos que Trapero escribió el personaje. Sosa es alguien que –a los ojos de Luján y del espectador– debe equivaler a Darín (un hombre carismático, sobre todo en los reportajes, cuando hace de sí mismo), en vez de que Darín deba equivaler a Sosa, porque, si este fuera el caso, se trataría de un actor de la vieja guardia, insertado en el nuevo cine, al que en lugar de reconocérsele como virtud lo que el público proyecta en él, se le pide que se vuelva desconocido e irreconocible en su personaje, como una estrella a la que se convoca para “una gran actuación”. El final de Carancho lleva a pensar en el carácter político alcanzado por el cine argentino entre la década del noventa y el presente.
En el cine contemporáneo, el modo de cerrar un film siempre proviene de una decisión política antes que estética. El final es una toma de partido respecto de la realidad extracinematográfica, por más que los sucesos representados poco tengan que ver con ella. En el cine clásico, por eso, el tono del final podía ser triste o feliz (de acuerdo con el contenido), o trágico o cómico (de acuerdo con la forma), sin que esas diferencias guardaran una relación mecánica con los géneros. Para programar el desenlace sólo debían respetarse dos tabúes morales: el de la explicitud (para el sexo y el asesinato) y el de la celebración del mal (los villanos no se podían ganar la simpatía del público). Lo segundo, por supuesto, era más difícil de lograr que lo primero. Para eso se seguían, sin necesidad de haberlas leído, las indicaciones de la Poética de Aristóteles: ni los personajes honestos debían ser mostrados mientras pasaban de la felicidad a la desdicha, ni los malvados mientras pasaban de la desdicha a la felicidad. Pero mucho menos se debía mostrar al malvado mientras pasaba de la felicidad a la desdicha. Este tránsito podía provocar la simpatía del público; no la compasión ni el temor, porque la compasión se siente por quien es desdichado sin merecerlo, y el temor, por quien es semejante a nosotros.
Si el cine moderno advirtió las restricciones que existían en el cine clásico (restricciones que dieron lugar al lenguaje de la sugerencia), fue porque veía a las claras que lo que el cine podía hacer con mayor facilidad era precisamente lo que permanecía prohibido. De ahí que con el cine moderno se pasara, no del orden antiguo a la anarquía, sino a un código de restricciones nuevo, en un marco en que Serge Daney era el equivalente moral de Hays y de Aristóteles. La imagen justa contra la imagen abyecta (la diatriba contra el embellecimiento de lo que nunca puede ser bello) y la definición del cine moderno como “el cine de después de los campos de concentración” fueron los pilares de la preceptiva daneyana.
En el cine actual, en cambio, al no haber ninguna normativa (ya nada es obligatorio: ni los géneros ni las rupturas), todas las decisiones estéticas se politizan al extremo, porque suponen un marco de libertad inédita. Que la protagonista de Psicosis (1960) sea asesinada en la mitad del film y el film siga adelante con el asesino como protagonista manifiesta una imaginación estética que, en aquel entonces, no necesitaba politizarse ni podía leerse en clave política. A lo sumo, los críticos de Cahiers du cinéma podían leer entre líneas el catolicismo de Hitchcock. Tampoco podía tomarse como una decisión política el final del film, en el que el asesino no sólo no muere, sino que engaña a los psiquiatras. En todo caso, Hitchcock había quebrado los dos tabúes del cine clásico en una misma película: la explicitud y la simpatía con el villano. Pero hacia 1960 aún existía una normativa. O, si se quiere, dos normativas en pugna: los géneros del cine clásico seguían existiendo, aunque se podían quebrar sus reglas, y el cine moderno, al moralizar las decisiones formales del cineasta, proponía un nuevo código.
Recién hacia 1969 una imaginación político-militante (como la del Grupo Cine Liberación) sostuvo que “todo cine es político”. Ese todo constaba del Primer Cine, hecho por la industria, el Segundo Cine, pensado como cine de autor, y el Tercer Cine, concebido como un instrumento para la liberación de los pueblos del Tercer Mundo. Las diferencias entre los tres cines eran ideológicas y nacionales; el cine soviético, por ejemplo, no podía servir para la liberación en Latinoamérica. Si el objetivo del Tercer Cine era construir una pedagogía para el espectador-militante, lo que tenía vetado (porque era un riesgo que correría no bien saliera de la clandestinidad) era ser visto como Segundo Cine. Para eso, los finales debían ser provisorios pero optimistas, de modo que motivaran a la militancia (la tercera de las tres partes de La hora de los hornos, por ejemplo, está dedicada al hombre nuevo).
Tras ese modo radical-militante de entender la politización en el cine, un modo que permite separar lo útil de lo inservible y lo inservible de lo nocivo, el rótulo de “político” se especializó, sobre todo cuando se lo aplicaba a los films latinoamericanos posdictatoriales. En la década de los ochenta, la idea de que “todo cine es político” fue reemplazada por la de que “no todo cine es político”. Cada vez que en un film aparecía lo político, era como un reclamo hecho al presente de aquello que había tenido el pasado: militancia y proyectos de emancipación.
Con el nuevo cine argentino, en la década de los noventa, se hizo patente lo que esa nostalgia impedía percibir en el presente respectivo: que durante la última dictadura y después de ella los individuos de todas las clases se habían aislado en la vida privada. Y que en ese aislamiento se habían lumpenizado. El lumpen es el tipo de sujeto más alejado de cualquier posibilidad de militancia. No sólo porque no siente necesidad de buscar lo común con otros individuos o porque reproduce los mismos valores de la sociedad a la que no se integra (que es una sociedad jerárquica y burocratizada), sino porque su desconfianza en lo colectivo es radical: no cree en el Estado, no cree en la Anarquía, no cree en ningún tipo de Comunidad. De ahí que fuera el sujeto ideal para vivir sin la menor nostalgia –o idealización– bajo las condiciones del neoliberalismo, cuando la política se subordinó a la economía. La construcción mafiosa que requerían los intrincados lazos entre el Estado y los negocios terminó siendo, en ese mundo invertido, la naturaleza misma de lo político. Por eso, como una provocación contra los cineastas paradigmáticos de los años ochenta (Solanas, Subiela, Aristarain), el nuevo cine enseñó al espectador un nuevo modo de ver las películas. El espectador aprendió que puede ser más interesante ver cómo funciona una sociedad lumpenizada en todos sus niveles que juzgarla desde un modelo de sociedad ideal (algo que cualquier espectador sabe hacer y que, en caso de no saberlo, tampoco va a aprender viendo cine).
Las dificultades empiezan cuando, en cada nueva película, aquello que cada cineasta sabe hacer mejor debe llevarlo del primer plano al trasfondo, porque el espectador ya lo ha incorporado. A fin de no repetirse, el desafío consiste en determinar qué puede pasar del trasfondo al primer plano y del primer plano al trasfondo (sería absurdo pensar que un cineasta puede empezar de cero en cada nueva obra: a lo sumo puede filmar contra lo que ha filmado). Si El bonaerense instaba al espectador a observar los ritos de iniciación en la policía –los complejos sistemas de lealtades y traiciones mafiosas que la hacen funcionar como funciona– antes que a juzgarla desde algún discurso superador, Leonera no podía proponer una operación equivalente con el sistema penitenciario ni Carancho con el negocio que medra con los accidentes de tránsito. El hecho de que el espectador ya haya incorporado ese modo de leer la realidad le permite a Trapero tomarse mayor libertad que en sus films anteriores, aunque esa libertad sea la que politiza todas sus decisiones estéticas, desde elegir el noir hasta poner en primer plano la historia de amor (que en ese género es apenas la excusa para que el personaje varón haga lo que de otro modo no haría). Carancho no deja de ser por eso una película sobre la lumpenización de la medicina y la abogacía, las dos profesiones liberales más asociadas en la Argentina al ascenso social y al ser de clase media. Pero todo lo que explicaría esa lumpenización pasa a formar parte del paisaje suburbano. En ese San Justo nocturno, lo que no es necesario explicar (ni hacer explícito como villanía) son los pactos del Perro con la Bonaerense.
La pregunta es por qué para ganar libertad hace falta recurrir al género. Pareciera ser que, como no se puede producir una ruptura estética si no está en vigencia un sistema de reglas compartidas, y considerando que las del cine clásico, el moderno y el político son opciones, no obligaciones, el género se presenta como la única de las tres normativas que no depende de la realidad extracinematográfica para existir (el modernismo, academizado, deviene una lengua más muerta que el latín, y a la militancia no puede jugarse como si fuera un juego de salón). Por eso el género se elige como un marco de máxima libertad. El hecho mismo de elegirlo entre otras opciones politiza la elección. Pero si se elige un género, ese género impregna el film de un cierto tono y ese tono es el que determina un final. El desafío pasa entonces al tratamiento del final.
En las películas nuevas de los años noventa no había importado demasiado cómo terminaba una historia. Los finales solían oscilar entre los polos de lo abrupto y lo circular; lo que no tenía lugar era la dramaturgia clásica o el didactismo moral. El final abrupto, como el de Mundo grúa, de Trapero, o el de Tan de repente, de Lerman, da a entender que la historia habría podido terminar en otro momento (antes o después del momento elegido) pero termina en ese. La idea de lo abrupto se origina en la lógica serial de la TV. En la TV, el final de una ficción se decide por factores extraficcionales. La lógica de la extensión (el tiempo mensurable, objetivo, “tirano”) es más importante que la lógica de la duración (el tiempo subjetivo que transcurre más o menos rápido, de acuerdo con el estado de absorción del espectador). Una ficción televisiva puede durar años si es exitosa o, si no lo es, terminar en la fecha en que vence el contrato de los actores. En el cine argentino de los noventa, adaptar esa lógica al interior de un film significó un pronunciamiento a favor de cierta levedad con la que lo nuevo buscaba diferenciarse de lo viejo. Frente a esta decisión, los finales circulares (como el de La ciénaga, de Martel, o el de Bolivia, de Caetano) fueron vistos como la contraparte de los finales abruptos: ellos sí se planteaban como pronunciamientos más abiertamente políticos contra la resistencia de la realidad extracinematográfica a ser modificada. El final de Carancho, por su misma perfección, hace pensar que lo circular ha encontrado su límite como opción a lo abrupto, y también como modo de pronunciarse sobre la realidad extracinematográfica; porque es lo que el film tiene de mimético con esa realidad lo que se presenta ahí como reacio a transformarse. Al canonizarse, al volverse un recurso perfecto, la circularidad se ha despolitizado (lo que es político es contingente: puede ser de otro modo y, entonces, no dura para siempre). Cuando algo alcanza la perfección, o deviene clásico o está muerto. El de Carancho es un final magistral, como lo eran los de las películas clásicas. Por eso ya no se puede volver a hacer.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Totloop (2003), film 16 mm.
Lecturas. Carancho (Argentina, 2010), dirigida por Pablo Trapero, escrita por Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Pablo Trapero, con Ricardo Darín (Sosa), Martina Gusmán (Luján), Carlos Weber (El Perro) y José Luis Arias (Casal); Aristóteles, Poética, 1453a; Serge Daney, Perseverancia. Reflexiones sobre el cine (Buenos Aires, El Amante, 1998); Fernando Solanas y Octavio Getino, Cine, cultura y descolonización (Buenos Aires, Siglo XXI, 1973); Emilio Bernini, “Un proyecto inconcluso. Aspectos del cine contemporáneo argentino”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, N° 4, 2003, pp. 87-105
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