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Lo oculto a la vista

CINE

 

Precisión, plan e integridad formal en los filmes de Michael Haneke, según uno de los mayores estudiosos de Hitchcock.

 

Me gusta hacer una distinción sencilla entre la reseña y la crítica: el reseñador escribe para los lectores que no han visto una película, les dice si quizá no deberían verla y ofrece una idea bastante clara de qué es esa película y qué hace; el crítico da por sentado que el lector la vio, de modo que la sinopsis argumental se hace superflua, e intenta implicarlo en un diálogo imaginario sobre su contenido, la medida en que está lograda y su valor. El gran crítico literario F.R. Leavis resumió muy sucintamente el intercambio crítico ideal: “La cosa es así, ¿no?”; “Sí, pero…”.

Con los filmes de Michael Haneke este principio cobra una importancia especial. El director vienés ha denunciado muchas veces a Hollywood porque suele construir al espectador como un ser pasivo: nos reclinamos en la butaca y el filme, que se nos da totalmente descifrado, nos guía cuidadosamente de un punto a otro. Haneke, por el contrario, insiste en que participemos activamente: nada se descifra; se nos invita a pensar, a hacer conexiones, a resolver los enigmas por nuestra cuenta en vez de que nos los expliquen. Esto pone a Haneke en conflicto directo con el reseñador: si uno conoce la trama antes de ir al cine, de partida se le ha eliminado un elemento esencial de la experiencia. Ocurre, sin embargo, que muchos de mis lectores pueden no haber tenido la oportunidad de ver el último filme de Haneke, Caché. Como solución parcial al problema, ofrezco aquí no una sinopsis sino un punto de partida, después de lo cual mi análisis revelará lo menos posible:

Una pareja burguesa, Georges y Anne Laurent (Daniel Auteuil y Juliette Binoche), recibe misteriosos videocassettes acompañados de unos dibujos siniestros pero infantiles que muestran que los están espiando. Georges especialmente reacciona con un resentimiento agudo y sentimiento de culpa y empieza a tener destellos de recuerdos y pesadillas con un chico árabe con la cara ensangrentada…

Cuando en mayo de 2006 Caché (noveno largometraje de Haneke y cuarto realizado en Francia) se estrenó en Cannes, de inmediato varios críticos lo etiquetaron como “hitchcockiano”. Aunque el término oscurece tanto como ilumina, provee un útil punto de entrada. Que Haneke tiene una conciencia aguda de la obra de Hitchcock es incuestionable. Pero lo que ha tomado de esa obra no asciende a mucho más que algunos rasgos argumentales básicos, a partir de los cuales se embarca en viajes de meta y naturaleza muy diferentes. El asesinato de El video de Benny (1992) recuerda a Psicosis (situación similar –más o menos a un tercio del comienzo–, shock y brusquedad parecidos, seguidos de una secuencia de esclarecimiento). Funny Games (1997) remite oblicuamente a Los pájaros, que según Hitchcock era “sobre la complacencia” (los jóvenes asesinos de Haneke permanecen tan inexplicables como los ataques de los pájaros, e incluso al mayor se le atribuyen poderes sobrenaturales). Y la relación madre-hija de La profesora de piano (2001) se parece mucho a la de Marnie. Caché tiene vínculos claros con La ventana indiscreta –con “ser mirado” en vez de “mirar” y el punto de vista del que es espiado–, aunque el crimen es de una naturaleza muy diferente y no se puede arrestar al que lo perpetró.

Pero en todos los demás aspectos se puede considerar a Haneke como el anti-Hitchcock. El objetivo de que “el público lo padezca”, que Hitch expresó tantas veces, estaba coherentemente ligado a técnicas de identificación. El espectador de sus filmes es arrastrado al relato, impotente, mediante una identificación impuesta e íntima con un personaje clave (James Stewart en Vértigo, Janet Leigh en Psicosis, Tippi Hedren en Los pájaros); todo lo vemos desde un solo punto de vista. Por el contrario, Haneke prohíbe la identificación por completo; miramos a los personajes en vez de mirar con ellos. De sus primeras películas, quizá sea Código desconocido (2000) la que más claramente revela sus intenciones al respecto. Casi todas las escenas están centradas en el conflicto entre personajes y al espectador se lo invita a participar de las tensiones que siguen, siempre consciente de los diversos puntos de vista, y a desarrollar la percepción de que, si bien no se trata simplemente de “quién está en lo justo y quién no”, de todos modos se lo obliga a tomar partido, en una paulatina comprensión de las dificultades del intercambio humano. Si uno queda atrapado en el relato de Caché no cabe que espere siquiera seguir los entresijos de la trama, y desde el principio se hace imposible cualquier identificación sencilla o individual. Esto se cumple por más que (al contrario que en Código desconocido) se nos ofrezca una evidente figura de identificación posible, con la cual nos enteramos poco a poco de qué está pasando y por qué; porque el carácter evasivo del personaje central, la negativa a compartir problemas con su esposa, su falta general de afecto y consideración nos mantienen a distancia. Desconfiamos de él, y uno no puede identificarse con un personaje del cual desconfía.

La preocupación dominante de Haneke es la burguesía: las tensiones internas, el malestar perpetuo, la culpa, la desesperación que subyace a su autoindulgencia y la perturba. Las mujeres de sus películas –salvo La profesora de piano, que en muchos aspectos es la “película rara” de la obra de Haneke– son esposas burguesas, y las películas analizan la falsedad de la posición que adoptan, aunque con más simpatía que la que merecen los maridos. Ellas son los personajes adultos más comprensivos y la conciencia de los filmes, pero están esencialmente inermes. Haneke entiende que en una familia burguesa, por muchas prendas de igualdad que se ofrezcan, el que en última instancia tiene el control es el marido; de ahí la ineficacia de la rebelión femenina. La esposa de El séptimo continente (1989) es cómplice del suicidio colectivo de la familia hasta que ya es tarde para impedirlo. La pauta se repite en El video de Benny, con el creciente extrañamiento de la esposa, y llega a su expresión más explícita en Caché, cuando las reiteradas (y al fin abiertamente rebeldes) protestas de Anne por su exclusión reciben un desdén brutal. Por falsa que sea su posición, el marido, Georges, mantiene obstinadamente el dominio.

Tal vez Haneke sea el más pesimista de los grandes realizadores. Y si hay valores positivos en sus filmes, se encarnan, bien que de manera indecisa, en los niños. Cuando en El séptimo continente el acuario se hace añicos y el pez queda boqueando en el suelo, es el grito de la nena el que expresa la enormidad de lo que están haciendo los padres y sacude la conciencia de la mujer. En El video de Benny, la decisión del chico de denunciar a sus padres (y a sí mismo) a la policía es un germen de conciencia moral en un mundo que prefiere enterrar los horrores. Más impresionante, el intento de autoinmolación del chico al final de El tiempo del lobo (2003) señala el avance de un tren que puede o no significar la salvación. Pero la representación más notable de este motivo que recurre y se desarrolla se encuentra quizás en la última toma de Caché (durante la cual, como es típico, presintiendo que llegan los créditos finales, la mitad del público se levanta y sale, con lo que se pierde la última y crucial revelación del filme, característicamente registrada en un largo plano general).

Cada película de Haneke es un reto para el espectador; todas exigen la atención más intensa y alerta y ser vistas varias veces (yo empecé a convencerme de haber entendido Caché entre la tercera o la cuarta). No es mera cuestión de “seguir la trama”; también se trata de resolver exactamente cómo nos relacionamos con cada personaje, de determinar complejos matices de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso; de decisiones delicadas sobre dónde situarnos respecto a difíciles asuntos morales. Puede que esta ambigüedad haya encontrado su expresión más elaborada en las líneas argumentales múltiples y entretejidas de Código desconocido, pero caracteriza toda la obra de Haneke, quien nos muestra qué hacen y dicen los personajes pero no nos induce a decidir dándonos instrucciones (editando, por ejemplo, o con ángulos de cámara o música sugestiva). El juicio se nos deja a nosotros. Tal vez esos personajes estén mintiendo o escondan algo; quizás incluso se estén engañando. En Caché Haneke nos presenta: (1) ciertas cosas que sabemos verdaderas (porque las vemos pasar); (2) ciertas cosas mostradas como recuerdos, que pueden haber sucedido (hay recuerdos falsos), aunque no necesariamente como se las describe en los flashbacks a la infancia; por ejemplo, Majid niño con la cara ensangrentada (que aparece dos veces, primero como recuerdo, después como una pesadilla cuya escena es la casa de la abuela [Annie Girardot], donde el chico puede no haber estado nunca), o la decapitación del gallo; (3) ciertas afirmaciones que pueden ser ciertas o no (que ni Majid [Maurice Benichou] ni su hijo sabían nada de los videos… ¡aunque al menos uno tiene que saber!); (4) una acusación (que Anne tiene un affaire) que es calurosa y muy convincentemente negada pero no está del todo fuera de lugar; (5) un suicidio, escenificado de manera espectacular y dramática, que acaso sea el resultado de años y años de desesperación, pero que también cabe leer como deliberado automartirio destinado a quebrar la autocomplacencia de Georges y castigarlo por el resto de su vida; y (6) una revelación (en el plano de los créditos finales) que en realidad revela muy poco. (¿Es este el primer encuentro entre el hijo de Majid y Pierrot, el hijo de Anne y Georges? ¿Ha participado Pierrot desde el comienzo en la conjura contra sus padres? ¿Fue el hijo de Majid el que convenció a Pierrot de que su madre era adúltera? ¿Son de Pierrot los dibujos que acompañaban los videos?) Con casi cualquier otro director uno podría atribuirlo todo al descuido o la vaguedad, pero Haneke se ha establecido desde el comienzo como un artista de precisión e integridad intachables. Si hay una acción ambigua o difícil de interpretar, se debe a que gran parte de nuestra vida es así. ¿Alguien puede estar seguro de que siempre interpreta correctamente las palabras y los actos de sus amigos íntimos?

La cuestión central del filme puede formularse como un juego de preguntas relacionadas. ¿Cuál es la condición exacta del crimen por el cual se castiga a Georges? Y: ¿es justo el castigo? El “crimen”, hablando en rigor, parece consistir en dos mentiras perpetradas a la edad de seis años: haberle dicho a Majid que su padre (el de Georges) quería que él matara al gallo y haberle dicho a su padre que había visto a Majid toser sangre. La segunda mentira fue descubierta: un médico examinó al chico y no le encontró nada (¡pero se sabe que a veces los médicos se equivocan!). Como sea, parece que esta mentira sembró la duda e hizo tomar a los padres de Georges la decisión de no adoptar a Majid, quien en consecuencia creció en un orfanato. La pregunta que evidentemente surge es: ¿con cuánta culpa puede cargarse a un niño de seis años incapaz de lidiar plenamente con estas cuestiones? Por supuesto que hay más: se supone que los padres de Majid murieron durante una manifestación argelina de protesta que terminó con cientos de asesinados por la policía. La mentira de un niño francés se ha amplificado en emblema de la culpa colonial francesa y ha pasado de lo personal a lo simbólico. El castigo cobra algo de justicia poética: Majid perdió no sólo a su familia sino toda esperanza de una vida segura; la venganza apropiada es la desintegración de la familia del mentiroso.

Hay muchos a quienes las películas de Haneke les disgustan. Son demasiado oscuras, deprimentes, crueles. Ni siquiera en el final dejan alguna razón para el optimismo y un futuro incierto. (¿Adónde irá Erika [Isabelle Huppert] al final de La profesora de piano?, después de haberse apuñalado –evitando cuidadosamente el corazón– en el vestíbulo del teatro? ¿Es la revelación última de Caché una señal de que el castigo de Georges sólo ha comenzado?) Para mí, sin embargo, Haneke es el realizador europeo más importante en actividad (y esto en medio de una especie de renacimiento: piensen ustedes en la obra reciente de Claire Denis, André Téchiné, Patrice Chéreau, Laurent Cantet y los hermanos Dardenne). Es cierto que su visión de la humanidad –y específicamente del mundo “civilizado” de hoy– tiene un efecto desalentador en extremo, pero ese pesimismo penetrante ya es imposible de pasar por alto. Con la expansión al parecer inexorable del capitalismo corporativo y la flagrante ambición de los Estados Unidos de dominar el mundo, hasta el optimismo más cauteloso ha llegado a resultar ingenuo. Dentro de semejante contexto, la crítica inflexiblemente sombría y astringente –y sin una pizca de histeria– que hace Haneke de la duplicidad y la inautenticidad humanas tiene una carga fuertemente positiva. Y sin duda en Caché el pesimismo aparece calificado por el último plano, en donde resuena el final de El video de Benny (donde el chico traiciona a su padre, una acción que el corajudo Haneke ve justificada) y que sugiere la posibilidad de colaboración, revolución y cambio en la generación más joven. No parece que la notable actualidad del filme requiera más comentarios.

 

Traducción de Marcelo Cohen

 

Lecturas. El artículo de Robin Wood apareció en Artforum XLIV, N° 5, enero de 2006.

Robin Wood es editor de CineAction desde hace más de veinte años. Autor de Hitchcock’s Films (1989), Sexual Politics and Narrative Film: Hollywood and Beyond (1998) y Hollywood from Vietnam to Reagan… and Beyond (2003) –todos publicados en Nueva York por Columbia University Press–, escribe en la actualidad un estudio monográfico sobre la obra de Michael Haneke.

 

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