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Con un presupuesto final de 218,32 dólares, Jonathan Caoutte (31 años, ex actor de reparto, Judas gay en Jesus Christ Superstar, hijo de una madre arrasada por el electroshock de la psiquiatría de los 50 en Texas) editó en su computadora casera un alucinado mosaico de 160 horas de películas amateurs, diarios íntimos en HI-8, Súper 8, Beta, VHS, DV, extractos de cine y TV, fotos. Tarnation, el fenomenal collage resultante, escapa a cualquier formato conocido de la autobiografía y, como sugiere este artículo, del cine. Apadrinada por Gus Van Sant y afiliada por la crítica al experimentalismo de Stan Bakhage o Jonas Mekas, se presentó en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 2004. “Cinema verité hecho con home-movies”, suerte de Frankenstein de lo que Caoutte ha visto y vivido, la película es fruto de un oscuro exorcismo autofágico. “Tenía tanto para decir”, confiesa Caouette, “que la única forma de hacerlo era comprimiendo todo en textos, imágenes y música. No hice una película sino que la monté. Tarnation me reveló todo lo que quería ser”.
En el mismo movimiento complementario y siamés, la industria cultural promueve la homogeneidad mientras deja resquicios por los que se filtra la singularidad, para después –un segundo después, como si se despertara de una somnolencia efímera y alerta– investigar los caminos por los cuales adormecer esa diferencia hasta convertirla en un capítulo más de la costumbre o el hábito genérico.
Esa condición de lo único es el centro de Tarnation, la extraordinaria opera prima de Jonathan Caouette. Pero esa singularidad no se debe solamente a la entidad de film isolé, a su nomadismo estético fruto de un actor que abandonó su lugar de cineasta detrás de la cámara para ponerse delante de ella, desdoblándose durante la filmación, para reservarse el lugar de director después de la filmación. Tampoco a la mirada autobiográfica sobre sus propios trastornos familiares –los electroshocks tempranos a la madre Reneé como inicio de más de cien internaciones, la presencia de Jonathan durante la violación de su madre o su estadía en un asilo de huérfanos donde lo golpeaban–, o a la idea de enfermedad familiar o de la familia como metástasis, que parecen multiplicar las preguntas acerca de su futuro como director. La singularidad está en filmar la propia vida y agotarse en esa tarea. Dejar todo y poner todo. Hacer del yo un pretexto para exhibirse, pero también para encubrirse. No calcular, sino derramar, superpoblar, atiborrar, deformar esas deformidades bajo la forma de personajes. ¿Qué más se puede filmar cuando se ha filmado –o propiciado que otros filmen– la propia vida durante toda la vida?
Si todo relato autobiográfico se propone como uno de los caminos más incontrastables de lo único, Tarnation pone en crisis la idea de que el autor emplea únicamente lo que es propio. Para Caouette, el sentido de propiedad no está sólo en lo que él mismo produce; no organiza sus imágenes y sus sonidos y sus textos en función de lo que sólo él filma, oye, compone, escribe o actúa. No hay espacio para dudar de que es Caouette el chico que aparece en los pasajes en Súper 8, o en las performances incipientes disfrazado de mujer e inventándose heterónimos en videos caseros. Ni tampoco que le pertenecen los textos escritos que suplen la voz-off y que van puntuando cómo cree que fueron las cosas antes del derrumbe de la ilusión o, después, cuando leemos que “un muy buen hombre (Adolph) conoció a una muy buena mujer (Rosemary)” o que “padres enfermos crían hijos enfermos”, o avanzando con datos concretos, como al leer en un cartel “la madre violada en presencia de su hijo por alguien que la levantó en la calle”. Pero esa afirmación de lo propio que pone en evidencia, ese yo del artista, es solo una de las dos operaciones que hacen funcionar el filme, alimentado por su sangre pero siempre necesitado de dadores, de transfusiones de sangre ajena que se confunda con la propia.
Para narrar su propia vida, Caouette debe convertirse en un vampiro hambriento de imágenes y sonidos. No importa que su propia vida parezca, retrospectivamente, un proyecto cinematográfico en la medida en que está atravesada por cientos de fotografías fijas, o filmada o grabada en video, porque eso –lo propio, los materiales que posee– nunca alcanza. Los materiales que están no tienen la menor posibilidad de convertirse en pasajes de su película tal como están, y para eso hay que fusionarlos, inyectarlos, invertirlos, revertirlos, repetirlos, alterarlos en su velocidad o en el grano de la imagen, distorsionarles su sonido de origen. Aunque ya están hechos, hay algo que hacer con ellos, porque ellos no dicen lo que el autor quiere decir. El yo de Caouette no logra su manifestación en lo que filma –hay momentos en que le dice a su pareja que lo haga–, ni en lo que escribe –usa para nombrarse la tercera persona, nombrándose como “Jonathan”–, ni en lo que actúa –la mayoría de las veces actuando un personaje–, sino en la acción misma de la apropiación. Es cierto que la variante del “diario autobiográfico” parece propiciar una composición en base a materiales ajenos, como lo probó varias veces, en el territorio cinematográfico, Jonas Mekas. Pero el modelo del “diario autobiográfico” parece exigir como prueba de legitimidad el uso de la propia voz. Dinamitando la ley autobiográfica que exige la propia voz, literalmente, como reaseguro de verdad, Caouette solo sabe que la propia voz representa la carencia. Y que esa carencia será insaciable de no mediar el acto de apropiación.
Toda voluntad legal debe ser transgredida, parece decir el director Caouette a sus personajes, que actúan de familiares. Y si no hay ley, hay que inventarla. Porque, por otra parte, ¿cómo exigir justamente a la autobiografía un rango de género, una legislación tópica? De ahí la voracidad desaforada para capturar fragmentos de filmes de Morrisey, o encabalgar una tras otra sus canciones amadas –de Lisa Germano a Cocteau Twins, de Low a Dylan o Marianne Faithfull–, como si la única posibilidad de verdad habitara en todo aquello que mejor puede narrar sus sentimientos, mejor que su propia voz, al punto de reemplazarla. Aunque la genealogía de la historia esté respetada en su acepción de cronología más que en la de origen, ese orden es sólo una línea tendida para no perderse en el camino. Una guía que va hacia adelante, mientras el filme se fractura, mientras el tiempo se desvanece en el interior de cada imagen y cada sonido.
La ley del cine siempre fue la que impone el montaje. Y el montaje de Caouette –al revés de lo que ocurre habitualmente, o con el cine habitual– no opera a partir de la sustracción sino del exceso, no de la deflación sino de la inflación, de la fagocitación, como si Tarnation fuera un cuerpo que puede ensancharse indefinidamente en vez de constituirse a partir de procesos –previos o finales– que la van aligerando. Permeable a todo lo que lo rodea, Caouette no busca un equilibrio sino una organización en el caos infinito de las imágenes y los sonidos. Ni siquiera acepta la premisa de lo “bien filmado” como concepto de demarcación entre lo que entra o no en su película, porque esa sería una forma de moral externa a la propia obra, que nunca podría sustituir a la que produce la propia obra en tren de hacerse. No puede haber desechos que fijan un patrón de uso, porque la misma Tarnation existe gracias a los desechos. El supuesto de que hay “tomas buenas” y “tomas malas” eliminaría la posibilidad de que se muten en el montaje, adquieran un sentido insospechado al ser multiplicadas, renazcan y emitan luz al ser puestas en relación con un tema musical. No importa de dónde vienen las imágenes y los sonidos, sino a dónde van esas imágenes y esos sonidos. No hay mejor definición del montaje cinematográfico.
Hay algo de tierra arrasada, algo incendiario en Tarnation. Y no parece casual que la víctima y el objeto del filme –complementarios, siameses irreconciliables– conduzcan al lenguaje. Porque enmascarado en lo autobiográfico, Caouette ha hecho de la normalidad del lenguaje un blanco fijo, al que le dispara una y otra vez, como si buscara más y más certidumbres de que está muerto. Ha incendiado los géneros: un documental donde vemos personajes que no cuentan nada y a los que vemos y conocemos todo el tiempo. Ha derribado la presunta premisa de que hacer cine tiene que ver con el buen hacer: la mayoría de los planos filmados por –o que muestran a– Caouette están quemados, desenfocados, reencuadrados o exagerados en su sonido deficiente, al punto de que es difícil volver a la idea de “bien filmado” después de ver la película, sin preguntarse si todavía es posible mantener esa noción, sin ser conscientes de la simplificación. Ha disecado el lugar de la autoría: casi nunca se hace explícito que es el propio director el que está detrás de cámara, aunque sea indudable que, como siempre, detrás de la cámara en las home-movies sólo puede estar el director, hecho que se vuelve notorio únicamente en el epílogo, cuando ya casi no queda tiempo porque la película está por concluir, breves entrevistas a la madre Reneé Le Blanc y al abuelo Adolph Davis, ya incapacitados de organizar siquiera un puñado de frases lógicas o comprensibles.
Ya es tarde. No es el momento en que Tarnation termina, sino cuando comienza.
Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja IV: Mujeres y destrucción.
Tarnation (EEUU, 2004. Dirección, guión, cámara, montaje, sonido y música: Jonathan Caouette, 88´) se estrenará próximamente en Buenos Aires.
Sergio Wolf es crítico de cine en diversos medios periodísticos y revistas especializadas. Es autor y coautor de Cine argentino. La otra historia (1993), Cine/Literatura: ritos de pasaje (2001) y Nuevo cine argentino. Temas, autores y estilos de una renovación (2002) y prepara La ficción documental. Codirigió los tres mediometrajes Ritos de frontera (2002-2003) y el largometraje Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2003).
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