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“Me llegan sin futuro y yo debo inventárselo”, se queja la astróloga de Corazón de skitalietz, la novela breve con la que Antonio José Ponte (Matanzas, 1959) retrató como nadie la Cuba implosionada de los años noventa y más allá, y que lo ha convertido tal vez en el gran narrador del desencanto de las generaciones nacidas después de 1959. La obra de Ponte es tan concentrada como intensa y original en el uso de sus recursos, fuentes y técnicas. Ingeniero hidráulico de “profesión”, hizo sus primeros libros a mano, en la colección matancera Ediciones Vigía; inicio artesanal que lo llevó luego a abandonar el conocimiento positivista y a multiplicarse en el ensayo, la poesía, el cuento, la novela y el periodismo. Los libros Un arte de hacer ruinas, Un seguidor de Montaigne mira La Habana, Las comidas profundas y Corazón de skitalietz (estos dos últimos publicados recientemente por Beatriz Viterbo), atraviesan una ciudad que no puede más y es el simulacro de un teatro de operaciones. Las ruinas habaneras –explicó Ponte en un diálogo “a cuatro manos”, por mail y teléfono– corresponden a la representación de una guerra que no ha sucedido aunque es constantemente anunciada por el discurso del poder. Expulsado de la Unión de Escritores, y tras muchos años de muerte civil, Ponte decidió abandonar la isla. Vive en Madrid desde hace cinco años.
AG: Tu literatura está muy marcada por las cosas, ya sea por su inexistencia (la escasez, sus efectos cotidianos y simbólicos) o por su degradación. ¿Cómo se convirtieron en un elemento temático tan fuerte?
AJP: La interrupción del flujo de bienes traída por el régimen revolucionario consiguió que esos bienes se hicieran emblemáticos. Cualquier objeto empezó a convertirse en milagroso. Muchos de ellos entraron en la nostalgia y en la rumia. Una nimiedad pudo convertirse en protagónica y cobrar categoría épica. Un régimen dentro del cual abrir la llave no es garantía forzosa de que corra el agua, ¿cómo no iba a resaltar las cosas? Los objetos, en un panorama así, son preciosos por su fuga y su muerte, pero también por su pervivencia. Todo mecánico que levanta el capó de un Chevrolet de los años cuarenta o cincuenta se inclina ante el milagro de esos hierros todavía en funciones. De ahí habrá de venir la predilección de mi literatura por las cosas, todas las naturalezas muertas que he intentado. Aunque espero no haberme reducido solamente a eso, espero no haberme convertido en un aburrido seguidor de Morandi.
“Sentarme a la mesa vacía y tapar con la hoja en blanco los dibujos de comidas y escribir de comidas en la hoja.” No encuentro frase más desoladora en la literatura cubana de los últimos años. Una literatura, dicho sea de paso, donde las imágenes de la destrucción son frecuentes. Eso es lo que llamo un realismo estilizado.
La frase pertenece a esos movimientos preambulares que pueden rastrearse en cualquier ensayo. Ejercicios preambulares, sí, de calentamiento, pero donde todo no es más que preámbulo y calentamiento. Porque ¿cuándo es que empezará Montaigne de veras? ¿Cuándo dejará la cháchara sobre los cálculos renales y sobre la administración de su hacienda y sobre el gran amigo perdido? ¿Hasta cuándo hará esperar a sus lectores? No hay mejor modo de lidiar con una realidad en suspenso como ha sido la cubana de las últimas décadas que a través del ensayo, género de procrastinadores. De ahí lo estilizado: de la espera o de la dilación.
“Tengo lo que tenía que tener”, escribió, con orgullo, el poeta oficial Nicolás Guillén, a principios de 1960. ¿Cómo entenderlo desde el presente?
Es un chasco de augurio y de poema. Guillén lo leía con su hermosa voz redonda (él es uno de los grandes lectores en voz alta de la literatura cubana) y conseguía salvarlo aunque no fuera de lo mejor que había escrito. Tengo habla de la transformación de la sociedad, habla en él un sujeto, Juan Sin Nada, convertido en Juan Con Todo gracias al triunfo revolucionario. Esos dos nombres avisan que estamos en terreno alegórico. Juan Sin Nada tuvo cerrada hasta entonces la entrada de hoteles, playas, bancos, bares, alfabeto. Y ahora todos esos espacios se le abren, se le abre el país. Pero sabemos que, si acaso fue así, duró poco tiempo. Porque la administración revolucionaria no tardó en imponer leyes todavía más discriminatorias que aquellas que echara abajo, y Juan vería impedida su entrada, no por pobre o negro, sino por cubano. Guillén alcanzó a ver desmentido su poema, pero poco le importó. No dejaría de contribuir con su literatura a las nuevas imposiciones, que para eso portaba el título de Poeta Nacional. Sin embargo, el poema parecía contener un resquicio de legitimidad y unos versos, los mejores del poema tal vez, se hicieron memorables. Se habla en ellos del mar, de la anchura del mar recién ganado. El mar es llamado allí “gigante azul abierto democrático”, y luego de tanta adjetivación, termina por reconocerse: “en fin, el mar”. El poema ha quedado reducido a ese único verso en la memoria colectiva. Lo cual no es poco: esa línea de Guillén comparte privilegio con algunas de José Martí. Ha dejado de ser poema para ser refrán o muletilla. Y la resignación retórica de Nicolás Guillén se ha convertido, en boca de la gente, en resignación política. Para interrumpir una conversación peligrosa o cansina, se declara: “en fin, el mar”. De manera que todo el ímpetu con que Juan Con Todo descubría la vida en el poema se ha hecho ahora cansancio de la oratoria. Y hay que escucharlo en la particular dicción cubana, en la que a veces termina sonando como “en fin, el mal”.
En YouTube encontré un documental de Nitza Villapol, la chef de la televisión cubana. Al pasar, cuenta que, además de estar en la televisión, firmaba una página del semanario Bohemia. Como a veces faltaban tantos productos decidió hablar en ese espacio sobre peinados, moda y jardinería…
Es curioso examinar las distintas ediciones del recetario de cocina publicado por Nitza Villapol. Las primeras ediciones, de los años cincuenta, mencionan los ingredientes por sus marcas. La confección de un plato suponía entonces determinado aceite y no otro. Por su parte, en las ediciones publicadas durante el período revolucionario los ingredientes son genéricos. Es ya cualquier aceite, y a Dios gracias que haya alguno. Por el camino, de unas a otras ediciones, se han perdido los platos más sofisticados y exigentes. Las recetas han sido simplificadas, reducidas a la mínima expresión. Y, mientras la publicidad comercial separaba secciones y ocupaba guardas y contraportada en las más viejas ediciones, las revolucionarias se abren con una frase de Friedrich Engels como epígrafe. (Su camarada de lucha Karl Marx tenía una, más extraña y magnífica: “No tenemos recetas para los alimentos del futuro”.) Pero, además de esos libros, Nitza Villapol condujo un programa televisivo que se mantuvo por más de cuarenta años en el aire. Al final de cada emisión, cuando la cámara quedaba fija sobre el plato cocinado y caían los créditos, los televidentes conjeturaban quién sería el agraciado en dar cuenta de él.
En los años sesenta, la revolución prometía la combinación virtuosa de “educación y abundancia”. El socialismo entrópico ha llevado a los hombres a robarle al Estado, sin sentir por ello remordimiento ni pensar que es un hecho delictivo o una variante de la alienación.
Cabe la posibilidad de que quien más hacía esas promesas, Fidel Castro, se las prometiera también a sí mismo. Al hipnotizar a las masas, se autohipnotizaba. La propaganda, dado lo endeble de la situación, aspiraba a convertirse en un hilo continuo. Los discursos extensísimos resultaban todavía demasiado breves. Para que esa ensoñación no se rompiera aparecían por todos lados frases del líder. Y los noticieros televisivos ofrecían imágenes de una riqueza que, fuera de esas imágenes, resultaba incomprobable. La gente ha obrado en consecuencia, igual de doble. En pago de no contradecir las promesas del discurso oficial, lo cual sería altamente peligroso, sustraen al único empleador algunos bienes. Rapiñan mientras repiten las promesas falsas. Hacen suyo el discurso oficial y cuanto puedan del tesoro del Estado.
En La fiesta vigilada y en Un arte de hacer ruinas parece que has agotado prácticamente la posibilidad de pensar La Habana, ciudad que es, desde mediados de los noventa, una de las ciudades más retratadas del mundo, por razones que escapan a la fascinación paisajista. Las ruinas habaneras aparecen como una mixtura de economía e ideología…
No, no he agotado la posibilidad de pensar La Habana. Al menos por ahora. Me quedan pendientes algunas cuestiones, pretextos para un libro venidero. Pero, tal como lo planteas, la cuestión parecería reducirse a un problema de representación. Lo cual equivaldría a compartir la actitud de George Simmel ante las ruinas romanas habitadas, tal como la comenté en La fiesta vigilada. La mirada de Simmel, anterior a los bombardeos multitudinarios que cambiarán el modo de acercarse a las ruinas, apenas tiene en cuenta a los romanos que habitan esas ruinas. De vuelta a su hotel, lo desvela una hipótesis sobre las ruinas, no las ruinas mismas. Estas pesan para los romanos cobijados en ellas como no pesarán para el autor de un magnífico ensayo sobre el tema. Por eso creo que la pregunta por la transformación de La Habana es más acuciante que cualquier pregunta acerca de la representación de su estado actual. Más acuciante es la pregunta por la representación de su estado futuro, en qué ciudad va a convertirse esa capital paralizada y decayente durante medio siglo. Y no es que no me interese por cómo ha de ser representada: ese libro por escribir en el que volveré sobre el tema va a cuestionar la manera en que guardaremos memoria de tantas ruinas dispersas por la ciudad. ¿Una filmoteca que recoja la decrepitud actual? ¿Uno o varios edificios conservados en ruinas como testigos de una época?
Hace cinco años que abandonaste la isla. ¿Hasta qué punto las relaciones estaban allí cosificadas? Pienso la categoría en su más amplio sentido…
No, no se trata de que las personas sean tratadas como objetos, sino de que significan mucho menos que estos. En ocasiones, las cosas tienen más personalidad que los humanos. Claro que en cualquier sociedad lo individual queda más o menos incumplido. Pero en una sociedad tan represiva, lo individual tiene que apelar a lo secreto, a un mercado negro de las emociones, para adelantar algo de su cumplimiento. Porque, del mismo modo que existen redes clandestinas para acceder a ciertos bienes, existen también maneras ocultas de ser persona.
“Mercado negro de las emociones.” Suena a economía de la simulación.
He sido testigo de la desesperación de amigos que mandan a sus hijos por primera vez a la escuela en Cuba. Saben ya que los maestros se encargarán de pervertir su lenguaje, de hacerlos repetir y aprender de memoria el catecismo en el que esos padres ya no creen (quizás tampoco el maestro).Y tocará a los padres hacerles entender a esos hijos que existe una verdad para la casa y otra para la escuela. Lo secreto íntimo no está compuesto solamente de excretas y orine y ventosidades y mocos, sino también de ideas y palabras sumamente peligrosas. Porque orinarse en los pantalones en público puede acarrear burlas de las que se desembaraza uno, más tarde o más temprano, pero arriesgar una opinión o un relato inconveniente tiene consecuencias mayores y más largas. Desde la infancia se arrastra un expediente docente que alguna vez habrá de empalmarse con el expediente laboral. Son, amén de los que pueda conservar la policía secreta en sus archivos, los expedientes secretos de cada ciudadano.
Un poeta luxemburgués que vivió en La Habana y que tú conoces bien, Jean Portante, escribió, allá por 1988, para referirse a ese lenguaje estratificado: “La consigna es: ‘La Consigna’”.
Sí, un lenguaje prefabricado. Un mecano diabólico para que jueguen a armarlo desde el primer líder hasta el funcionario municipal. Puede ir acompañado de una entonación y una gestualidad también codificada. Es un teatro oriental, donde levantar el meñique tiene un significado preciso. Mientras menos chance se le deje al azar, será mejor. Que sea el piloto automático el que hable. Que el lenguaje no vaya a traicionarnos cuando hablemos dormidos.
¿En qué momento se jodió Cuba? Unos dicen que todo se fue al diablo con el caso Matos, a fines de 1959. Otros, en 1961, con la censura del documental PM y el cierre del diario Revolución. No faltan los que marcan el punto de no retorno en 1968, 1970, 1980 o 1989. Si la saga del desencanto remite casi a los orígenes, ¿qué nos queda?
En La fiesta vigilada escribí acerca de la búsqueda del punto de inflexión del proceso revolucionario. He buscado el fragmento en cuestión y aquí lo copio: “¿Cómo ser considerado revolucionario cuando se estaba siempre revolución afuera? El insomnio desenvolvía las mil y una novelas psicológicas, convertía a cada quien en un caso de conciencia. Las interrogaciones adoptaban con frecuencia cariz impersonal y se hacían cábalas acerca de la fecha en que la revolución había comenzado a traicionarse. Lo cual era un modo indirecto de preguntar por la exclusión propia. Cada fecha atribuida resultaba una porción de arenas movedizas. A una bajeza considerada inicial venía a desmentirla una anterior bajeza”. He comprobado que la mayoría de las fechas aportadas por la gente tienen que ver menos con la marcha del proceso revolucionario que con sus propias biografías. Un ministro defenestrado pondrá la hora de su cese como inicio de la revolución traicionada. Un exiliado aportará, en cambio, la de su salida del país. Se trata, en suma, de una oportunidad perdida. Me preguntas si no nos queda nada, pero me es imposible entrar en ese plural tuyo. Y, de igual modo, tú no podrías entrar en el que yo dijera para un caso así. Porque son muy distintas nuestras respectivas experiencias. Y no voy a preguntarme qué me queda. De ningún modo podría aceptar que no ha ocurrido todo aquello, que no estuve allí, que no fui testigo, que no fue mi vida. Tampoco voy a empeñarme en antologías.
¿Qué cosas dejaste en Cuba y son irrecuperables?
Perdí mi casa. Así son las leyes que el régimen castrista ha reservado durante medio siglo para quienes se exilian. Allá en La Habana está varada la mayor parte de mi biblioteca. A buen recaudo, aunque se hace difícil de recuperar porque la aduana cubana considera como patrimonio nacional todo libro publicado antes de 1959. (Si después de ese año todo es revolución, antes de ese año todo es patrimonio nacional.) Dejé el mar al final de las calles. Dejé la costumbre de caminar La Habana de madrugada. Con estas y otras cosas podría hacer mi versión particular del borgiano poema de los límites.
Cuando Guillermo Cabrera Infante hizo pública su ruptura, a fines de los sesenta, gran parte de la intelectualidad latinoamericana e incluso europea consideró inaceptables los términos de su defección. Me gustaría no obstante saber hasta qué punto un intelectual cubano disidente sigue cargando con el peso de la sospecha y se ve obligado permanentemente a dar explicaciones.
Sí, fue mal visto Cabrera Infante. Fue mal visto Arenas. No podía aceptarse como literatura lo que se escribiera en Miami.Muchos de estos prejuicios se han despejado ya. Cuando me explico lo hago más por curiosidad intelectual que por requerimientos policiales.
En ningún momento nos hemos referido a Estados Unidos. Es como un paso obligado a la hora de pensar la frustración cubana. Sabemos, a estas alturas, que el embargo comercial no es la causa primordial del fracaso del castrismo, pero eso no absuelve al Gran Vecino de sus responsabilidades históricas. ¿Cómo ves esta cuestión?
Me alegra cada noticia que llega acerca del alivio del embargo estadounidense, y me complacería que fuese suprimido del todo. Dicho esto, examinemos el tema de las responsabilidades. Esa política estadounidense hacia Cuba ha cubierto por décadas la necesidad de contar con un poderoso enemigo externo. Porque no hay mejor justificación para una revolución instaurada (es decir, convertida en dictadura) que la presión que recibe desde el exterior. Fidel Castro ha cultivado una profunda y continuada irresponsabilidad administrativa remitiendo todos los problemas a Washington. ¿Falta el pan o la mantequilla? ¡Culpa de los malditos yanquis! La culpa no es (nunca lo será) de una economía estatal incapaz de constituirse en verdadera proveedora. Tal presión existe de veras, por descontado. Pero simplificaríamos demasiado los hechos en caso de no apreciar cuánto ha variado a lo largo de cinco décadas. Once presidentes han reaccionado de distintos modos ante el problema Cuba. Entre esos once presidentes y los hermanos Castro, son estos últimos a quienes más debería urgirles una solución al diferendo. Y, puesto que algunos de esos once presidentes estadounidenses fueron capaces de llegar a acuerdos con países enemigos, considero que, por obcecada que sea la política exterior estadounidense, la diplomacia cubana es sumamente inefectiva. A lo largo de este medio siglo, Cuba se ha comportado como un importante enemigo para Estados Unidos. Los servicios secretos y los ejércitos de ambos países se han visto las caras por vías interpuestas: Vietnam, guerrillas latinoamericanas, guerras africanas… La sagacidad del gobierno cubano ha valido para esas batallas, no para las batallas diplomáticas por un acuerdo entre ambos países. Y es Cuba, si tanto sufrimiento le trae al país el embargo estadounidense, quien debería empujar más por ese acuerdo. Pero hablamos, en el fondo, de la soberbia imperialista de once o más presidentes y del resentimiento de un dictador. Y claro que, de ambos bandos, al primero de ellos no le va la vida en el problema Cuba. Para el dictador, la situación de Cuba ante Estados Unidos es su mejor leyenda. Es la que lo ha hecho planetariamente famoso, la que le garantiza la complicidad de aquellos que sentirán ira o desprecio al leer mis palabras. La enemistad con Estados Unidos es su razón de Estado. O, mejor dicho, su razón de ser, permite alternar dos discursos que son complementarios: la autoconmiseración y la altanería. Lo advirtió Jean-Paul Sartre en los primeros sesenta, cuando escribía desde la admiración: “Si los Estados Unidos no existieran, quizás la revolución cubana los inventaría: son ellos los que le conservan su frescura y su originalidad”.
La historia y las circunstancias tiñen las poéticas, borran la pretensión de especificidad, inclusive en las disciplinas más abstractas (pienso en la música). Pero el caso cubano parece ser extremo. Los intelectuales y artistas se ven obligados por lo general a subvertir las proporciones y poner la política en un primer plano. Esta entrevista se ha guiado en parte por esta lógica. No he sabido cómo evitarla.
A veces es una suerte poder hablar de política en las entrevistas. De lo contrario se correría el riesgo de las preguntas íntimas o de querer tratar de poesía u otro tema inefable. La política puede aportar al diálogo una impersonalidad conveniente. No siento haber postergado lo esencial. No. Por el contrario, lo esencial queda a buen recaudo. No porque sea precioso, sino porque es bastante inane.
Imágenes [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Habana, Cuba, p. 68; Cosas (1), p. 71.
Lecturas. Algunos libros de Antonio José Ponte son: El abrigo de aire (Rosario, Beatriz Viterbo, 2001); Contrabando de sombras (Barcelona, Mondadori, 2002); Asiento en las ruinas (poesía) (Sevilla, Renacimiento, 2005); La fiesta vigilada (Barcelona, Anagrama, 2007); Las comidas profundas (Rosario, Beatriz Viterbo, 2010) y Corazón de skitalietz (Rosario, Beatriz Viterbo, 2010). Abel Gilbert, que vivió en Cuba entre 1988 y 1991, ha escrito tres libros sobre ese país: Cuba son Cuba de vuelta (Buenos Aires, Planeta, 1993); Cerca de La Habana (Buenos Aires, Norma, 1997) y El Viejo (Santiago de Chile, Random House, de próxima aparición).
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