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Director, guionista y productor, Mariano Llinás es uno de los nombres más significativos del cine argentino de la última década. Basta con un ejemplo para explicar a quien no haya visto sus películas el porqué de una entrevista a un realizador cinematográfico en un número dedicado a los usos de la palabra: durante las cuatro horas de duración de Historias extraordinarias (2008), su tercer largometraje, la pista de audio está ocupada casi en su totalidad por un conjunto de voces en off que apenas deja resquicios para algún diálogo, para algún silencio, para alguna canción. La palabra está presente allí sin pausa. Su oposición manifiesta al consabido precepto según el cual una escena cinematográfica se debilita en forma proporcional a la cantidad de palabras incluidas para complementar o acompañar la imagen ha sido celebrada y, por supuesto, discutida. Antes, Balnearios (2002), un (símil) documental que alcanzó una notoriedad acaso inesperada, y La más bella niña (2004), cortometraje documental realizado para el programa “Fotograma de una fiesta” de la Secretaría de Cultura, daban ya muestras de una preocupación por la palabra que es, como mínimo, inusual en nuestro cine.
DS: Estamos tratando de volver a pensar en los usos de la palabra, de modo que lo mejor es empezar por tu acercamiento al uso de la voz en off.
ML: Sinceramente creo que la relación con el off fue primero más intuitiva que teórica. Me dieron ganas de probar con el procedimiento antes de saber efectivamente por qué lo hacía y c uáles eran sus posibilidades, sobre todo porque cuando empecé a escribir mi primera película tenía veintitrés años. Fui pensándolo a medida que hacía las películas. Inicialmente empecé a filmar con voz en off porque tenía una voluntad narrativa muy grande. Me parece que tengo desde siempre la misma idea o el mismo formato en la cabeza: una película que, desde un punto de partida, una idea o un centro, se dispara en todas las direcciones posibles. Y siempre tuve la misma idea de lo narrativo: la idea de que a partir de un disparador las ficciones se van acumulando y se van yendo de un lado al otro, se van disfrazando de distintas maneras. Una idea contraria a la fábula, entendiendo la fábula como una cosa que empieza y que cierra. Una película que a la vez fuera muchas películas, en la que el sentido y las imágenes no estuvieran atados a un concepto, sino que el concepto fuese precisamente la dispersión y la diversión de los temas y de las imágenes. Casi como si fuese una especie de máquina, que es una definición que yo hago a veces de Historias extraordinarias: una máquina creadora de ficciones, que puesta a funcionar se va de control y empieza a producir ficciones de manera casi insensata o irresponsable.
Ya en tu primera película, Balnearios, hay una voz en off. Pero ahí está asociada de alguna manera al documental (aunque termina con un texto que habla de la filiación con la ficción).
Para mí, Balnearios era más un objeto que se pensaba a sí mismo como excéntrico, como indefinible. Evidentemente a esa película le convenía tener un disfraz de documental, para después poder abordar la fuerza de la ficción con una impunidad total. Mi sensación es que el disfraz del documental me daba la posibilidad de empezar a desarrollar ficciones. Es decir, la idea del documental, que de alguna manera me absolvía de tener que contar una trama, me posibilitaba contar todas las tramas que yo quisiera. Un poco era esa la estafa.
Y luego, en Historias extraordinarias, aparece nuevamente la voz en off, aunque esta vez se trata claramente de una ficción. ¿Se puede decir, de todas maneras, que permanece ahí algo del off del documental?
Alguna vez dije que en Balnearios se trata el documental como si fuera ficción y en Historias extraordinarias se trata la ficción como si fuera realidad, como si fuera documental. Una especie de procedimiento para trabajar con los materiales, una idea de permanente tensión: tratar las ficciones con la distancia de documentales y tratar lo documental con las reglas de la ficción. Pero habría que analizar si es tan cierto. De todas maneras, en Balnearios me parece definitoria la idea de que el disfraz de documental era una especie de salvoconducto para poder narrar de una manera mucho más desenvuelta de lo que en ese momento se narraba en el cine argentino. Hay que pensar que es una película concebida en el año 2000, o en el 99, el mismo año en que se estrena Mundo grúa. El cine argentino independiente recién estaba empezando, había una filiación con lo documental muy fuerte: Mundo grúa, Pizza, birra, faso, Bonanza eran películas que tenían una relación muy fuerte con lo que podemos llamar convencionalmente “lo real”. Y entonces yo sabía que quería hacer algo que tuviese –¿cómo decirlo?– otro color que esas películas. Sabía que quería algo con un enunciador muy fuerte, eso era central. Las primeras películas del Nuevo Cine Argentino tenían enunciadores débiles, en sus procedimientos quiero decir. Eran películas en que había una sensación de “esto es lo real”, sin una manifestación muy clara del narrador. Donde ellos estaban buscando parecerse a De Sica, yo estaba buscando parecerme a Welles (para decirlo de una manera muy fuerte; pero bueno, como fórmula sirve). Y entonces la voz en off aparecía como un vehículo para construir el objeto que yo me imaginaba. Algo que me permitía saltar de registros, guiar las cosas y, a la vez, que no fuese guiado por los materiales. Inicialmente para mí había una especie de preeminencia del narrador por encima de sus materiales. Me parece que el gusto por la voz en off empezó por ahí: una especie de voluntad de narración fuerte, en oposición a los esquemas narrativos que había en el cine que me rodeaba.
Y, entre Balnearios e Historias extraordinarias, hiciste el documental La más bella niña, donde hay algo parecido y diferente: no hay una voz en off, sino intertítulos a la manera del cine mudo, pero lo que se lee parece el habla de un narrador en off.
Balnearios se estrenó en la época del primer Nuevo Cine Argentino, un momento en que se discutía mucho sobre cine. La voz en off de la película resultaba bastante escandalosa, e incluso hubo chistes de que era más un programa de radio que una película. Entonces, cuando hubo que hacer esos documentales para [Marcelo] Céspedes, para la Secretaría de Cultura, para mí era un poco un chiste hacer uno que fuera mudo. Una especie de respuesta. Todo el mundo había empezado a poner voz en off, así que a mí me divertía hacer un documental de esa manera. Pero a la vez no podía hacer uno que fuera mudo porque no me gusta, me gusta decir cosas todo el tiempo, y opinar e intervenir. Entonces la idea fue hacer uno que fuera mudo pero que tuviese intertítulos larguísimos. Una especie de truco. De todas maneras, ahí me parece que la palabra está bien puesta. Hace poco lo vi de nuevo y creo que es bastante justo el uso de la palabra. Me gustaría volver a hacer un experimento con palabra escrita más que palabra dicha. No es lo mismo: la palabra que funciona al mismo tiempo que la imagen y la palabra que funciona antes o después de la imagen y genera un contrapunto. Lo que pasa es que es muy difícil escapar del gesto, de que se diga: “juega con los códigos del cine mudo”. Con Tabú, por ejemplo, mi sensación es que todo el mundo se quedó en eso, cuando Miguel Gomes hace algo que ningún director de cine mudo había hecho nunca. Si hacés algo que corresponde en su estética al cine mudo, es muy difícil que no lo encajonen. Pero es algo que me interesa. Sé que voy a volver a probar la relación entre imagen e intertítulos.
Son todas diferentes relaciones entre enunciación y enunciador.
El cine puede tender a una estrategia de enunciación invisible. No necesita decidir entre primera y tercera persona. Puede aspirar a una enunciación invisible, que es a lo que aspira el clasicismo: la idea de que las cosas están siendo contadas por nadie, la famosa transparencia. Desde el vamos a mí me interesó un esquema de narración en donde todo estuviese fuertemente marcado por la presencia de un narrador, y de un narrador que se tomaba la libertad de ir desde un lado hacia el otro, de destruir la noción de ficción entendida como un relato que empieza, termina y se va. No era que no me gustaran las películas así, el cine clásico me gusta desde siempre. Pero a la hora de pensar las películas que iba a hacer, me interesaban películas en donde la intención, la dirección del camino narrativo pudiese ser caprichosa y arbitraria, y a la vez inclusiva. La voz en off tenía mucho que ver con esa posibilidad, con no tener que forzar las cosas para incluir esa pluralidad, con utilizar la herramienta más directa para poder generar la pluralidad de una persona que habla, te lleva, te dice, y que nombra. Fue una herramienta con la que podía hacer películas con la libertad narrativa que quería, con el gusto por la diversidad dentro del mismo objeto cinematográfico que me interesaba.
¿Y la relación entre voz en off e imágenes?
En el cine hay una relación profundamente irresuelta todavía entre lo narrativo y lo visual. Es una especie de lucha de clases que tiene dentro de sí. Y de alguna manera esa puja entre lo literario y lo pictórico gobierna cada película que hace un cineasta contemporáneo. Es algo de lo cual el cine no se ha logrado deshacer. Y a mi criterio no se va a deshacer nunca. En el siglo xx, sobre todo la primera mitad, hubo una especie de gran conquista de la literatura con respecto al cinematógrafo. Rápidamente la literatura lo colonizó y lo volvió una dependencia de las artes narrativas. Me parece que eso tiene mucho que ver con el dinero, con una manera de producir, una especie de herramienta de la industria, que produce historias cerradas, convertidas en mercancía. Mi sensación es que la misión de los cineastas contemporáneos es, en principio, ser conscientes de esa desigualdad. No decir simplemente que el cine es el arte de proponer historias, sino saber que existe esa batalla interna en cada pieza cinematográfica, plantearse esas cuestiones. La colonización del cine por parte de la literatura genera algo que me irrita mucho: las escenas que están en una película burocráticamente para llevar adelante la trama. Hay algo de lo cinematográfico que veo asfixiado ahí. Ahora, por ejemplo, estoy viendo muchas películas argentinas porque soy parte de una comisión de guion, de selección para los premios nacionales. Y siento que en el ochenta por ciento de las películas las escenas no existen por sí mismas, existen apenas como ladrillos dentro de una trama. Ahí las imágenes están siendo sojuzgadas por lo narrativo, sólo existen como formas de ilustrar una historia. Son puestas a trabajar para dar cuenta de algo. Están oprimidas por la literatura. Yo creo que la voz en off es de una utilidad muy particular en ese sentido, ejerce una función liberadora: cuando aparece y cumple la función narrativa, las imágenes ya no tienen que dar cuenta del relato, pueden simplemente existir. Para mí es lo contrario a la idea de la palabra como un ente invasor que modifica y sojuzga las imágenes. En general se considera que la posibilidad del cine es contar todo desde la diégesis. Eso obliga a la diégesis a trabajar, cuando lo ideal es que esté ahí flotando, en lugar de estar obligada a dar cuenta de sí misma. Creo que en Historias extraordinarias pasa eso. Las imágenes no son las que están encargadas de narrar, simplemente están ahí. La función narrativa dura la cumple aquella que está llamada a narrar, en la vida de los hombres, que es la palabra. Las imágenes no están obligadas a manipular, a ser manipuladas. Los personajes no están obligados a trabajar y hacer cosas para que el espectador entienda. Es una separación de tareas que me parece más noble que la de la dramaturgia clásica, donde se pone a las acciones y los pensamientos de los personajes a trabajar para contar la historia. La voz en off cuenta la historia mientras las imágenes están ahí, libres.
Es curioso, hablás siempre en contra de la colonización del cine por la literatura y, sin embargo, alguien podría pensar que lo que ocurre en Historias extraordinarias es justamente ese poder de lo literario.
No, porque es al revés. Para mí es una demostración de lo que puede suceder cuando la literatura está puesta en su lugar. En Historias extraordinarias es tan importante el poder narrativo como la voluntad de forma. Uno se acuerda más de imágenes que de argumentos. La literatura es simplemente una especie de condición de posibilidad de ciertas imágenes. No importa nada de lo que pasa, importa que las imágenes existan. De hecho no estoy diciendo nada nuevo. Para mí, una de las cosas más reveladoras que se han dicho sobre cine es la definición que Godard hace de Hitchcock en Historia(s) del cine, cuando sostiene que no recordamos bien por qué Joan Fontaine se acercaba al acantilado, ni por qué el ejército norteamericano había contratado a Ingrid Bergman para ir a Brasil, ni por qué Teresa Wright estaba tan enamorada del tío Charlie… No nos acordamos de esas cuestiones pero nos acordamos de un autobús en medio de la llanura, de un rodete del pelo, de un bolso rojo, de un vaso de leche en las manos de un hombre. No recordamos los argumentos pero nos acordamos de las imágenes. Godard dice: “Nos acordamos de esas cosas porque mediante ellas Alfred Hitchcock logró lo que no habían logrado ni Alejandro, ni César, ni Napoleón, ni Hitler: tomar control del universo”. Es la idea de que lo que genera verdaderamente lo cinematográfico es el hecho de poder acceder a determinadas formas, y de que la literatura es simplemente un soporte para llegar a esa forma. Creo que en Historias extraordinarias uno tiene permanentemente la sensación del relato, pero el relato que queda finalmente no existe, la película no habla de nada. Habla, en todo caso, del viaje, pero precisamente tematiza el viaje como una especie de forma del relato. El viaje es el relato en sí. No siento que el fin último de la película sea literario. Es la imagen que toma posesión de la literatura y la hace trabajar. La imagen está, la imagen reina y tiene trabajando a unos buenos literatos. No siento que sea una colonización de la literatura sino lo contrario. Es la literatura puesta a trabajar para las imágenes.
¿Hay un exceso de palabra? ¿Es ese exceso lo que vendría a liberar la imagen?
No, exceso no. Exceso es que haya palabras de más (por ahí hay palabras de más, pero no es deliberado). Hay muchas palabras porque las cosas que hay que contar son complejas. Sería engorroso y explotador para las imágenes tener que contar todo sin palabras. Para narrar determinadas cosas de una manera no brutal con las imágenes, a veces hacen falta las palabras. Pensemos por ejemplo, para irnos a una cosa un poco más pedestre, en las películas de Wes Anderson. Él utiliza el relato en off de una manera similar. Lo que le interesa es una especie de imagen, es un cineasta de la imagen. Le interesa trabajar ese universo tan manierista, en el que cada objeto está dotado de un lugar. Ahora, la manera de que eso no resulte paródico es poniendo el peso del relato en una palabra exterior que organiza todo. Porque si son esos personajes los que tienen que ejecutar el relato, la película se convierte en un objeto paródico. Tiene que haber una intervención exterior que organice ese material para que esas imágenes puedan existir así. De hecho, cuando Anderson no hace eso y establece un relato menos mediado por una voz en off, fracasa. La vida acuática es peor porque el elemento narrativo está menos presente desde afuera y la película pierde en eficacia narrativa y dramática. Y las malas copias de Anderson prescinden de esa noción y piensan que simplemente hay que hacer encuadres simétricos. Bueno, desde el interior de los encuadres simétricos no se puede narrar. Hace falta una forma exterior que organice eso para que la plasticidad de su cuadro no quede contaminada.
Algo que me parece significativo en Historias extraordinarias es cierta insistencia en el uso de la voz en off para señalar que hay muchas cosas que no se saben, que no sabemos, que no se pueden saber.
Ocurre tanto como en cualquier narración, sólo que se lo dice. Voy a dar un ejemplo. En Historias extraordinarias, cuando al comienzo se ve al personaje caminando por la calle de tierra, la voz en off dice: “De X no sabemos prácticamente nada. Sabemos que viaja por trabajo. […] Lo único que por ahora importa es [que ese trabajo lo obliga a estar en algún lugar de las afueras del pueblo a las siete de la mañana del día siguiente]”. Para lo único que sirve eso es para que vos no estés esperando durante el desarrollo del relato que sea el mismo personaje el que te diga: “¿Qué tal? Estoy buscando no-sé-qué”. Eso está fuera de la competencia del personaje. El personaje simplemente está ahí y de la expectativa del espectador desaparece la busca de información. Simplemente mira en las imágenes lo que las imágenes pueden darle. No está esperando de las imágenes esa especie de obligación informativa que tienen en tantas películas. El “no” es una manera de sacar hojarasca narrativa de las imágenes. Trabaja como una especie de limitador de las expectativas del espectador, para decirle “esto no importa, no esperes lo mismo que esperás habitualmente de las imágenes y dedicate a lo que sí está en estas imágenes”.
Por otro lado, trabajás siempre con distintas voces en off, siempre más de un narrador.
Básicamente, para que no sea uno. En Historias extraordinarias, si era uno, era casi un personaje. Cuando el narrador fluctúa hay algo de transitorio. Entonces no genera ningún tipo de identificación, porque es como si fuese un cargo burocrático. Está el narrador a quien le toca leer determinada parte de la historia, pero la podría leer cualquier otro. Es un poco lo mismo que sucede con los personajes principales. Para mí el hecho de que los hagamos nosotros (más allá de que Walter Jacob sea actor, pero que estemos Agustín Mendilaharzu y yo), tiene que ver con esa especie de idea de destruir la noción de personaje, o de poner en jaque la cuestión del personaje. Yo siento que los personajes principales están puestos ahí como si fueran cargos, como si fuese una especie de cosa momentánea o transitoria. Es como lo que se hace cuando se filma y el actor todavía no llegó: se ensaya el movimiento de cámara con uno. Bueno, la película es así. Por ahí la tendrían que haber hecho –no sé– [Pablo] Rago o [Rodrigo] De la Serna, pero como todavía no llegaron la hago yo…
¿Considerás que las películas del Nuevo Cine Argentino comparten algo en su manera de narrar?
Eso es otra cosa. Cuando hablamos de Nuevo Cine Argentino estamos hablando de algo que está relacionado con la producción, no creo que tenga que ver con formatos narrativos. Me parece que no tiene nada que ver una película de Lisandro Alonso con una de Diego Lerman, con una mía, con una de Matías Piñeiro. De lo que no hay duda es de que Mundo grúa de Pablo Trapero fue importante para toda una generación de cineastas. Uno no se puede hacer el canchero. Cuando se estrenó, cambió mi manera de ver cómo había que hacer cine. Levantó las expectativas. Sin duda es una de las obras que más me influyeron en mi carrera. Si tuviera que mencionar obras contemporáneas, yo diría que son Mundo grúa y la obra de teatro La estupidez de Rafael Spregelburd. Mundo grúa en cuanto a la idea de la producción independiente, de una película que se podía hacer al margen de todos los cánones. Eso era para mí: una película fantástica hecha de la manera en que se hacían los cortos de la FUC [Fundación Universidad de Cine]. Y a la vez, por estar hecha así era diferente y ganaba cosas que las películas producidas de manera convencional no tenían. No habría sido lo mismo si esa película hubiera sido hecha con mucha guita. Ese punto de partida del Nuevo Cine Argentino lo defiendo por encima de Pizza, birra, faso. Para mí, el momento en que las películas del Nuevo Cine Argentino nacen es cuando se construye un objeto parecido a sus medios de producción. Ni siquiera sé si es la película de Trapero que más me gusta, estoy hablando de lo que significó en ese momento. Con la obra de Spregelburd me pasa algo más personal, en relación con las posibilidades económicas y la infinitud de la ficción. En La estupidez se veía cristalizado un juego con la ficción que yo quería hacer y, a la vez, se veía también cómo ese juego forma la producción. De alguna manera yo lo venía haciendo, pero cuando vi La estupidez me di cuenta de que había algo de la emancipación de la ficción. Para mí fue muy significativo e influyente.
¿Se puede pensar en una manera contemporánea de narrar en el cine?
Si es contemporánea, no sabemos, porque si es contemporánea las películas se están haciendo ahora. Además, yo no sabría decirte, porque mi manera de ser contemporáneo es precisamente otra. Estar leyendo las cosas que se publican ahora es una manera de no ser contemporáneo, es una manera de estar atrasado. Mi manera de ser contemporáneo es leer el siglo XX y el siglo XIX. Tengo una relación particular con el cine: como yo trabajo de hacer películas, no me puedo permitir ver películas de manera amateur. Veo cine para trabajar. Y en ese sentido me sirve más ver las películas de los maestros que ver las películas de mis contemporáneos, porque me generan preguntas que me sirven más. Con las películas de los maestros siento que puedo trabajar directamente. No me puedo apropiar del cine contemporáneo de una manera tan directa y tan libre. Veo muy pocas películas contemporáneas. Veo cine argentino y no mucho más, no soy muy conocedor. Por otra parte, sí creo otra cosa, que tiene que ver con formas, con estrategias diferentes de trabajar lo narrativo respecto de la modernidad. No solamente en el cine, también en la literatura en general. La estrategia moderna fue diluir el argumento, introducir piezas donde lo argumental era prácticamente inaprensible. Me parece que Lisandro Alonso es una especie de continuador de esa idea. Sobre todo en La libertad. Es una película que prácticamente no tiene argumento: un tipo que está ahí, que corta unos palos, los trata de vender, agarra una mulita y se la come. En ese sentido me parece que él es un moderno más clásico, valga la paradoja. Esa me parece que ha sido la estrategia de la modernidad: la dilución argumental para que pueda aflorar lo real, por ejemplo en el caso de Rosselini; para que pueda aflorar determinada concepción del espacio, en el caso de Antonioni; para que pueda aflorar cierta idea de lo sagrado, en el caso de Bresson. La idea de que si uno diluye el argumento aparecen otras cosas narrables. No digo que eso se haya agotado, pero mi sensación es que existen otras estrategias, que nacen en la nouvelle vague como noción, aunque es difícil encontrarlas realmente en la nouvelle vague. Creo que Historias extraordinarias forma parte de eso, pero también las obras de Spregelburd. Es una especie de noción de la ficción. Como si dijera: para poner en jaque la noción de fábula, diluir lo argumental no es la única estrategia, también se puede producir una idea de la ficción que funcione por saturación. Podés ser tan abstracto con la no figuración como con la hiperfiguración. Me parece que eso está empezando a pasar con ciertos modelos, que en algunos casos me parecen más logrados y en otros menos. Hay algo de la proliferación de argumentos, de la vuelta a lo narrativo, a la destreza narrativa, que no se vuelve conservador. Una ficción que se vuelve casi abstracta, eso me parece algo que puedo notar en algunas formas de contemporaneidad.
Hay una base que es una cierta conciencia metanarrativa ahí, ¿no? Una cierta utilización de la narrativa.
Sí, hay algo. En las películas que hice, más allá de la proliferación narrativa que tienen, el último objetivo eran siempre imágenes. Por ejemplo: a partir de esa especie de variedad y de carnaval narrativo que lleva adelante, Balnearios intenta generar una imagen que tiene que ver con las ciudades creadas para el esparcimiento veraniego y que se la pasan vacías durante gran parte del año, ciudades fantasmagóricas y paganas. Y si había que contar veinticinco mil cosas para que esa imagen existiera, estaba bien. Pero mi último objetivo era la idea de ciudades creadas para estar frente al mar, un objetivo pictórico. Podría decirse que es la manera que tengo yo de pintar la melancolía de determinadas cosas. Y creo que en Historias extraordinarias sucede lo mismo con los pueblos de campo de la provincia de Buenos Aires. La película no podría suceder en otro lugar. El último fin es una especie de pintura de esos pueblos, de su vida y de cierta posibilidad fantástica de esos pueblos que yo conocí en mi infancia. La base es profundamente visual. Todos los argumentos se acomodan a eso. Y en la película que estoy haciendo ahora, que se llama La flor, sucede lo mismo, pero con cuatro mujeres.
¿Puedo preguntar por la “máquina” –digamos– de La flor?
Son varias historias, algunas empiezan y no terminan, otra no empieza y termina. Son como una especie de combinado raro, cuyo diagrama se parece a una flor, de ahí el nombre. Y tiene la particularidad de que todos los argumentos están actuados por las mismas cuatro chicas, que van haciendo diferentes personajes que no tienen nada que ver entre sí. Se convierte en una película sobre las chicas. Sobre todo porque la estoy filmando desde hace cinco años y pretendo seguir filmando como mínimo tres años más: hay algo del tiempo y del paso del tiempo en las mujeres. En definitiva, lo que se va a ver es una especie de serie de retratos de mujeres. Como cuando Manet pintaba a su modelo disfrazada de torero y después la pintaba desnuda. Es la idea de generar un retrato a través de diferentes disfraces. Entonces, en la primera película era una imagen marina, en la segunda una serie de paisajes de campo, en la tercera serán retratos de determinadas mujeres. Para mí siempre hay un punto de partida visual, la posibilidad de generar una imagen mediante las herramientas del cinematógrafo, de generar imágenes, no un plano. Evidentemente yo tengo una habilidad literaria, pero no es ese mi objetivo. No me considero un escritor. Simplemente uso una especie de habilidad que tengo para poder hacer cosas que van en otra dirección.
Imágenes [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Windows, 2011, 37 afiches pegatineados en pared, 109 x 147,5 cm, acrílico sobre papel, alfombra de lana de 2 x 5 m y Pintura del presente, acrílico sobre tela, cuadro suspendido con rieles, 150 x 150 cm, p. 63; Windows, 2012, 12 afiches pegatineados en pared de 109 x 147,5 cm, acrílico sobre papel, p. 66.
Ni el 666 marcado en la frente, ni la negrura de los ojos de Atila, ni el bigote de Nietzsche, ni la lira de Nerón. De nacimiento...
Fernanda Laguna es quizás la artista que en su generación ocupa con mayor fuerza el lugar de mito. Como gestora de la galería y editorial Belleza...
“Polémico”, “provocador”, “revulsivo”, “irritante”, “bromista cínico”, “explotador odioso”. Son apenas algunos de los muchos calificativos con los que se ha intentado conjurar la incomodidad que provoca...
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